Paso por paso quirúrgico se transforma una vida
Cuando las enfermeras llevaron a Ana Rodarte en silla de ruedas hacia una sala de operaciones del Hospital Scripps Memorial en La Jolla, ya estaba atontada por el sedante que le dieron previo a la cirugía. Un monitor cardíaco empezó a capturar sus ritmos aletargados. El anestesiólogo le cubrió la boca con el respirador y desapareció el mundo para ella, a medida que respiraba la mezcla de oxígeno, nitrógeno y anestesia.
En el largo pasillo de afuera, Munish Batra se preparaba. El se había quedado despierto hasta tarde la noche anterior cargando música en su iPod, de Led Zeppelin, Nelly, Thievery Corporation, DJ Shadow y algunas selecciones de Punjabi. Lo identificó como la mezcla Rodarte.
Con los guantes y la bata puestos, empezó a lavar la cara de Ana con un antiséptico suave. Tenía una calidad ritualista la forma en que, con su toque liviano, iba trazando los dobleces extravagantes de su ceja, mejilla y barbilla. Con el lavado se desteñían las líneas de puntos morados que había hecho en su rostro antes de la cirugía.
El cirujano Michael Halls, compañero de Batra, empezó una serie de inyecciones superficiales de lidocaína, un agente adormecedor, y de epinefrina, para reducir la salida de sangre. Batra empezó por cortar la piel a lo largo de la frente y cauterizar los vasos sanguíneos según cortaba.
Batra y Halls habían fundado una organización sin fines de lucro para realizar procedimientos quirúrgicos para personas necesitadas. La llamaban DOCS, las siglas de Doctors Offering Charitable Services (Doctores que Ofrecen Servicios Caritativos). Los integrantes de su equipo habían operado labios leporinos y fisuras palatinas, habían reimplantado miembros desgarrados y habían ayudado a víctimas de violencia familiar, así como pacientes con defectos de nacimiento y enfermedades genéticas raras.
Luego les tocó Ana.
Batra la había visto por primera vez hacía seis meses. Era la última paciente al final de un día muy ocupado con las consultas acostumbradas para un cirujano plástico: abdominoplastias, aumentos de busto y estiramientos faciales. Cuando entró en la sala de exámenes, se dio cuenta del raro caso que ella representaba, tal vez su reto más grande como cirujano.
Pero hizo un par de llamadas antes de comprometerse.
“Yo lo evitaría”, le dijo un colega.
“¿Por qué?”
“Tan pronto empieces a cortar, te encontrarás con una pérdida de sangre significativa”. Y además de eso, realmente tienes que preguntarte cuánta mejora podrás lograr”.
Se mostró más optimista Halls. El había tratado deformidades similares antes y a medida que consideraba el caso y las técnicas sofisticadas que emplearían él y Batra, confiaba más en que podían ayudar.
“Hagámoslo”, afirmó.
Batra se volcó a los libros de texto en su oficina. Quería repasar la materia relativa a la neurofibromatosis, que había causado la desfiguración de Ana. Le llamó la atención la primera oración de un capítulo:
“No podemos recalcar con mayor énfasis que no se puede curar NF con cirugía. Ello no implica, sin embargo, que se requiera que ande el cirujano con rodeo ningino”.
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La mayoría de nosotros no conoceremos nunca de qué forma nos percibe el resto del mundo. Ana siempre lo sabrá. La mayoría de nosotros suponemos que el mundo nos acepta como somos. Ana no puede. Ella conoce de sobra las miradas directas, las miradas evitadas y el que la señalen. Conoce la pena, las presunciones y la preocupación exagerada.
A ella no le gusta que le dirijan tanta atención y ni siquiera la entiende completamente. Con el paso de los años, la timidez se ha convertido en su defensa principal, el único poder que puede emplear sobre circunstancias que no puede controlar.
Al conocer a Ana, la asocié con Joseph Merrick, el famoso Hombre Elefante, cuya apariencia, notablemente representada en la película de David Lynch en 1980, era similar a la de ella. Supuse que, al igual que Merrick, Ana pensaría que el marco de su vida estaría circunscrito por la desfiguración, que en su caso fue el resultado de una enfermedad genética que afecta a la proteína que regula la proliferación celular.
Pero Ana no demoró en sacarme de cualquier duda que pudiera tener en torno a su actitud sobre su apariencia.
“sólo porque no me vea como el resto no hace que yo sea menos normal”, escribió.
Muy pronto me di cuenta que ella tenía mucha razón. Por medio de mensajes por correo electrónico y visitas a su casa en el Condado de Riverside, descubrí a una jovencita que no era diferente a los demás jóvenes de su edad. Le gustaba parrandear y hacer compras en el centro comercial. Estuvo especialmente orgullosa de haber conseguido en rebaja un televisor de pantalla plana para sus padres después de haber esperado desde las 4 a.m. para que abriera Sears al día siguiente del Día de Acción de Gracias.
Puede que haya sido tímida, pero se mostró confiada de que su vida era como la de cualquier otra persona, y se rehusaba a percibir su apariencia como una limitación. Entonces tuve que preguntar por qué ella estuvo de acuerdo en someterse a una serie de cirugías reconstructivas que eran complicadas y riesgosas.
“Ni siquiera sé por qué estoy teniendo todavía estas cirugías, no he esclarecido esa parte todavía, yo sé que nunca seré ‘normal’. . .caramba, lo que quiera que sea normal. . . . “
Frustrado por mucho tiempo por las percepciones de los demás, Merrick encontró consuelo en las palabras de Isaac Watts, un autor inglés de himnos:
Es verdad que mi aspecto es algo raro,
Pero culparme a mí es culpar a Dios....
Si pudiera de polo a polo alcanzar,
O agarrar el océano de un palmo,
Sería yo medido por el alma,
La mente es la norma del hombre
¿Es posible medir el alma sin tener en cuenta el cuerpo? Se nos identifica por nuestra apariencia, nuestra estatura, la manera como caminamos, nuestros gestos. Nos conocen sobre todo por nuestro rostro.
La simetría de los ojos, las orejas, la nariz y la boca, así como el arreglo de nuestro cabello y la línea de la mandíbula, ayudan a transmitir información importante como edad, sexo, etnicidad y sentimientos.
También dan lugar a suposiciones relacionadas a la simpatía, la estupidez e inclusive la malicia. Estos son aspectos que, por bien o mal, establecen nuestro entendimiento inicial con los demás.
Ana ha tenido a lo largo de su vida que enfrentar estas suposiciones, desde el niño que lloró de espanto al verla hasta los extraños que la abrazaban y bendecían. Y ha tenido que adaptarse a la marginación y la vulnerabilidad que fueron sus consecuencias. Puede que ella se haya sentido normal, pero el sentido de lo normal no es algo que decidimos por cuenta propia. Lo normal equivale a lo aceptable, y parecer aceptable depende de los ojos con que se mira.
Ahora, con la ayuda de Batra y Halls, ella tenía la esperanza de poder reconciliarse con esa realidad a la vez que obtendría una apariencia más amena para los ojos del mundo. Me preguntaba si para Ana, por dolorosas y arriesgadas que fueran las cirugías, serían más fáciles que esperar que cambiara el resto del mundo.
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“¿Puedes aumentar el ‘coag’?” expresó Batra, refiriéndose al nivel de electricidad en el aparato que usaba para cauterizar según iba cortando la piel. El aumento de electricidad propiciaría la cauterización y, consecuentemente, la coagulación. Ana estaba sangrando más de lo que él hubiera querido.
“Ve a 35”, indicó Halls, y luego “Ve a 40”.
El humo subía a las brillantes luces que colgaban sobre ellos. Olía a tejido humano quemado. Batra y Halls alternaban entre cortar y succionar, adelantar y luego detenerse para contemplar su progreso, a la vez que Ana sangraba sin parar. Ana se sometió de niña a una serie de cirugías en el Centro Médico de la Universidad de Loma Linda, pero no le produjeron mejoras duraderas. Tratar de combatir la neurofibromatosis es como tratar de detener el tiempo. La misma proliferación de las células afectadas hace que los tumores sigan creciendo sin control.
En cambio, Batra y Halls creían que podrían tener mayor suerte que los cirujanos anteriores, especialmente si las células se proliferaban más lentamente en la actualidad de lo que hacían cuando Ana era más joven. A diferencia de otros doctores que han tratado casos similares con una sola sesión quirúrgica maratónica, ellos querían proceder de forma lenta y ordenada.
Planearon una secuencia de hasta cinco cirugías, cada una con la intención de restaurar aspectos importantes de su rostro. Con esta primera operación el primero de abril de 2006, tenían la intención de reposicionar la ceja, la mejilla y la mandíbula a la vez que eliminaban todo lo que podían de los tumores, lo cual les permitiría volver a fijar el tejido blando al hueso en los lugares correspondientes.
Batra estaba al tanto de cuán radical y transformante sería cada operación, y creía que si trazaba un plano de pasitos que fueran aumentando en importancia, Ana toleraría más el dolor y se sentiría más animada con el progreso. El quería asegurarse de que alcanzaran juntos su destino final.
El trayecto que proponía le recordaba a “Vida de Pi”, una novela del autor canadiense Yann Martel, en la que un niño indio queda atrapado en un bote salvavidas en medio del Océano Pacífico por 227 días con un tigre de Bengala de 450 libras de peso.
Cada corte era un encuentro con fuerzas más volátiles que cualquier otra cosa para la que podría prepararse y él sabía que, si todo resultaba bien, él y Ana estarían en este bote juntos por un plazo largo.
Una vez expuesto el cráneo por la remoción de un pedazo de piel de dos pulgadas de la frente de Ana, Batra taladró el hueso y colocó una serie de pequeñas anclas de metal, a las cuales los cirujanos suturaron el tejido blando de la ceja izquierda de Ana, levantándola casi dos pulgadas.
Sus manos eran una sinfonía de movimiento. Se sentían como Miguel Ángel dándole forma a su mármol y también como tapizadores de muebles, colgando y cortando y cosiendo. A las 11 a.m., tres horas después de haber empezado, Batra empezó a hablar sobre la posibilidad de comer sushi para el almuerzo. Una selección de Weezer empezó a tocar en la mezcla Rodarte.
A las 12:10 p.m., se llevó a cabo el inventario del equipo para asegurar que no se había quedado nada donde no correspondiera y cesó la suministración de la anestesia. El incremento de bióxido de carbono en los pulmones de Ana activó su reflejo respiratorio y ya estaba lista para pasar a la sala de recuperación.
En la sala de esperas, los padres de Ana, Ismael y Margarita, estaban sentados con su Tía Teresa y Fran Vigil, la amiga de la familia que se había comunicado con Batra hacía siete meses para ver si él podía ayudar. Había en medio donde estaba el grupo de parientes una mesa sobre la cual había cáscaras de semillas de girasol y una bolsa vacía.
Los médicos informaron a la familia y los invitaron a ir a la sala de recuperación. Margarita besó el rostro vendado de su hija. Cuando Ana despertó, pidió un cubito de hielo. Ismael se limpió una lágrima de su ojo.
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A Ana le gustaba Batra. Ella pensaba que era guapo.
Al igual que ella, él había llegado a América de otro lugar. Provenía de una aldea en el norte de la India, donde escaseaban los servicios de electricidad y agua. Babuinos jugaban en el techo de su casa, y los sótanos reforzados servían como refugio antibombas cuando los jet paquistaníes les volaban por encima.
Su padre, quien ganaba $200 al mes como químico en Nueva Delhi, vino a este país en 1970 y encontró trabajo en una fundidora y refinería en Cleveland. Dos años después envió por su esposa, su hijo mayor, su hija y Munish. Su casa quedaba en un barrio difícil de la ciudad. Munish tenía 14 años cuando hizo que le pusieran en su brazo izquierdo un tatuaje de la sílaba om en sánscrito.
Batra trabajó en una fábrica de acero a la vez que cursaba el segundo año de escuela secundaria. Después de graduarse, su padre habló con el capataz para que lo descansaran, animando así a su hijo a seguir los pasos de su hermano, quien fue a estudiar a la Universidad del Estado de Ohio (OSU). Allí se dedicó a estudiar inglés y se convirtió en fanático de Longfellow y Vonnegut. Soñaba con algún día convertirse en autor.
Decidió que la medicina sería una carrera más práctica y se matriculó en la Escuela de Medicina de la Universidad Case Western Reserve en Cleveland. En 1996, se mudó al Sur de California y trajo consigo a sus padres y a su hermana menor. Tenía 30 años.
Cuando conoció a Ana casi 10 años más tarde, había terminado su residencia en cirugía plástica y había completado una especialización de un año en cirugía craneofacial, abrió un consultorio privado en Del Mar y se unió al personal médico del Hospital Scripps Memorial.
El habló con Ana como ningún otro médico lo había hecho. Ella no comprendía los términos médicos, pero su manera informal, su fácil postura, su juventud y confianza compensaban por lo que ella no entendía y le gustaba que él le preguntara qué pensaba.
También ayudaba que ella notó un cambio. Una vez que la hinchazón de la primera cirugía había bajado, ella podía ver que su frente estaba menos arrugada, su ceja estaba menos hundida. Ella podía ver que su ojo izquierdo y su mejilla seguían más de cerca la línea de su mandíbula.
Dos meses más tarde, cuando llegó una invitación para “”Midspring Night’s Dream”, un evento de beneficio para la organización sin fines lucrativas de Batra y Hall, ella sabía que quería asistir.
Por supuesto que estaba nerviosa. Durante la cirugía, parte de su cabello había sido afeitado y no estaba segura cómo lo llevaría arreglado. Pero ella quería salir y Fran se ofreció a llevarla.
El evento de beneficio se llevó a cabo en el Hotel Marriot Del Mar en San Diego. Las clientas de los cirujanos, que llevaban puestos vestidos con escotes amplios, colmaron la pequeña sala. La belleza y la fragilidad nunca se habían visto tan inseparables. Los brillos, las joyas, cejas perfectas, cabellos teñidos y mejillas alumbradas acentuaban el trabajo de los médicos, y a medida como las mujeres tomaban la champaña, conversaban y apostaban para obtener tratamientos de Botox y productos de cuidado de la piel.
Ana entró a la sala. Vestía una falda marrón de rayas con una blusa con tiritas. Su cabello estaba recogido hacia atrás, y tenía las uñas de los pies pintadas de negro. Se veía sensacional. Cuando Batra se dirigió más tarde esa noche a los reunidos, a ella no le incomodó que hablara de ella.
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Se sintió el calor del verano antes de la temporada ese año. Ana, por su parte trató de despejar de su mente los pensamientos en torno a una segunda operación. Siempre le preocupaba el prospecto de tener que acudir de nuevo al hospital. Justo antes de quedar completamente dormida de noche, se despertaba con un salto al recordar las agujas y las líneas que conectaban los sueros.
Trató de distraerse. Adoptó un perro nuevo, un chihuahua a quien le puso Charlie. Empezó a recibir un ingreso mensual fijo al aprobarse su solicitud para recibir beneficios por incapacidad del Seguro Social. Compró un teléfono celular. Ella y su mamá fueron a hacerse tatuajes. El de ella, tatuado justo debajo de su cuello, era un escorpión, conforme a su signo astrológico. El de Margarita era una letra A, desde la que caía una lágrima, pintado en su hombro derecho.
Batra había querido llevar a cabo la próxima cirugía a mediados de ese verano. No fue hasta septiembre de 2006 que Ana volvió a la sala de operaciones del Scripps. El plan era extraer a por lo menos 12 dientes que tenían abscesos o estaban impactados debido a los tumores y que podrían infectarse. También querían darle forma a la nariz de Ana.
Los primeros cortes fueron los más fáciles. Como siempre, por el rabo del ojo, Batra vio al tigre de Pi merodeando incansablemente.
Andrew Chang, el cirujano dentista del equipo, se mostró optimista. El hueso era fuerte, bueno para implantes en una fecha posterior. Hizo su trabajo con rapidez y eficacia.
Cuando terminó, empezaron Batra y Halls sus labores. De vez en cuando dejaban de charlar sobre los pacientes y los últimos instrumentos quirúrgicos para repasar su plan para el paso siguiente. Todo parecía ocurrir como por reflejo, por una asociación a primera vista inconsciente entre el cerebro y la mano por la que se cambiaba de orden las facciones de Ana. Luego Batra topó un canal de vasos sanguíneos junto al ojo izquierdo. El tigre levantó la cabeza y se acercó a él.
“Dame otra boquilla de succión. La boquilla de succión está obstruida”.
No había ninguna manera de saber en qué medida habían vasos sanguíneos en los tumores y no había manera de saber cómo reaccionaría el cuerpo al sangrar así.
Batra puso su dedo y un poco de gasa sobre los vasos para tratar de que no sangraran tanto. Movió su cabeza de lado a lado, mostrando así su frustración. Los fórceps se resbalaron al piso. El bote empezaba a mecerse, pero los signos vitales de Ana eran fuertes. El cirujano mantuvo la presión en la hemorragia. El gato no tardó en acostarse.
Batra hizo otra incisión desde la fosa nasal izquierda hasta el puente de la nariz de Ana. Revisaron él y Halls bien profundamente bajo la piel para dar con la apertura piriforme, que es el hueso debajo de la nariz donde pondrían un ancla necesaria para ayudarles a crear la ranura entre la mejilla y la nariz.
“Listo para las anclas”, Batra indicó finalmente.
El equipo de ayudantes se alborotó en busca de las correctas.
“Esta se ve como si fuera para un fémur”, comentó Batra. El ancla era muy larga para los pequeños huesos del rostro.
Un chorrito de sangre corrió por la mejilla de Ana. Al estar parte de la piel separada del tejido muscular, su rostro se veía como una máscara de látex.
Las anclas correctas fueron encontradas. Con tres conexiones establecidas a lo largo del lado izquierdo de la nariz de Ana, Batra y Halls empezaron a mover la piel y el tejido muscular de la mejilla hacia el centro de la cara para darle un poco más de contorno a la nariz.
De vez en cuando hicieron una pausa para hacer un ligero realineamiento. Batra suspiró y estiró su cuello hacia atrás.
“Parece que no voy a poder llegar hoy a mi clase de jujitsu”, comentó.
Al mediodía, los doctores habían comenzado a cortar la piel sobrante. Para la 1 p.m., casi cinco horas después de haber empezado, vendaron la cabeza de Ana.
“Ana verá un gran cambio”, señaló Batra. Sólo había que pasar primero por la hinchazón y el dolor.
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A Ana no le dolía nada la noche de su cumpleaños en octubre. De pasarlo tan bien empezó a portarse un poco tonta al encontrarse sentada en el jardín, con una fila de antorchas estilo hawaiano arrojando una luz anaranjada y amarilla sobre ella. Delante de ella y sus invitados había platos de limones, repollo, rabanitos, tortillas, cebollas y platillos humeantes de pozole.
Estaba vestida con una chaqueta blanca de capucha y una falda pantalón café. Su cabello estaba amarrado hacia atrás. La cumpleañera había estado probando un poco del ron con Coca-Cola de cada invitado para asegurarse que estuvieran correctas las proporciones. Los perros corrían para arriba y abajo, a la vez que su primo Lalo conectaba su tocadora de música.
Hacía un poco más de un mes que había estado en cirugía. Después se mostró segura de que los médicos se habían excedido. Le dolía la cabeza. Su boca estaba adolorida. No podía salir. No se atrevía a mirarse en el espejo y había desarrollado una alergia a la Vicodina, medicina que le habían recetado para calmarle el dolor.
“¿Cómo te sentirías si estuvieras en mi lugar?” preguntó bruscamente en un correo electrónico.
Luego llegó el día en que descubrió los trozos de pollo en Wendy’s y, a medida que le bajaba la hinchazón, ella podía apreciar el puente y la forma más pronunciada de su nariz. Estuvo muy emocionada por acercarse su cumpleaños, pero los planes habían sido inciertos. Quería ir al Casino Morongo, tal como lo había hecho el fin de semana anterior, pero incendios en las montañas cercanas cambiaron todo.
Rodeada por su familia y un círculo de globos, Ana abrió sus regalos: un lector de CD y discos, champú para su perro y una tarjeta de regalo para la tienda de modas góticas en el centro comercial local.
Llegaron más invitados y la fiesta se animó. Lalo tocó Los Baron de Apodaca e Ismael y Margarita empezaron a bailar. Ana y sus primos estaban tomando copitas de Bacardí y tragos de ron de coco Parrot Bay. Ella contestó algunas llamadas en su teléfono celular. Se habló de hacer en enero un viaje a Las Vegas.
El patio se llenó rápido con el ritmo de la música. Los que bailaban alzaron los brazos por encima de las cabezas bajo la oscuridad de la noche y las estrellas, el sonido de la música se mezcló con el de las risas. Un viento fresco bajaba de las Montañas de San Jacinto, trayendo consigo una pizca de ceniza.
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Batra solía levantarse todas las mañanas a las 5. Encendía el incienso de jazmín y sándalo, y se sentaba frente a un nicho pequeño en su recámara donde guardaba una estatua de Ganesa, el dios elefante Hindú, que quita los obstáculos. El único obstáculo, según le pareció a Batra, que había inmoble era la reticencia y la reserva de Ana.
La cirugía plástica todavía más que la técnica, se trata de una relación. Se dedica a buscar la forma de desarrollar la relación. Cuando suena su teléfono celular con los acordes iniciales de “Kashmir” de Led Zepellin, él sabe que lo mismo puede ser un paciente, que su oficina o un amigo suyo. No lo querría de otra manera.
Años antes, cuando se desempeñaba como el residente médico encargado de trauma del Centro Médico St. Luke’s en Cleveland, un joven de 18 años fue llevado a ese hospital. Un tiro a la cabeza lo había dejado con muerte del cerebro. Cuando la familia accedió a que se donaran sus órganos, el cirujano principal se volteó hacia su colega.
“Bueno, Dr. Batra, esta va a ser una noche larga”, le dijo. “Cuando terminemos, él va a quedar hecho una canoa”.
Batra sabía cómo los cirujanos sobrellevan el estrés de sus carreras. Se distancian de sus pacientes, bromean acerca de la muerte, lo morboso y lo deforme. También está al tanto de la frecuencia con que los cirujanos plásticos pueden caer presos del narcisismo profesional.
No resulta fácil alcanzar un balance entre la emoción y la objetividad, especialmente en asuntos tan delicados como la apariencia. En el caso de Ana, se le hizo casi imposible. Sentía simpatía por ella. Queriendo sin querer, se encontraba esperanzado de poder cambiar la vida de ella al alterar su apariencia. Esperaba que un día ella podría encontrar un trabajo, caminar por la calle sin que la miren detenidamente y encontrar a alguien que pudiera amarla.
Cuando le preguntó a Halls si pensaba que surtían un cambio en su vida, Halls le expresó que no importaba. Lo único que importaba era si cumplían debidamente su función como cirujanos. No puedes cambiar la naturaleza del tigre, le dijo.
Batra estaba acostumbrado a pacientes que apreciaban su trabajo y tenía la esperanza de que Ana tuviera la misma reacción. Le era difícil percibir su parecer cuando ella se limitaba a respuestas de una sola palabra y lo que a todas luces era su indiferencia.
Pero, ¿cómo pueden unas pocas horas bajo el bisturí de un cirujano deshacer la experiencia de toda la vida?
La neurofibromatosis había determinado el curso de la vida de Ana y, aunque ella lo negara, no se podía subestimar el estigma que ella sentía al vivir con esa enfermedad. Los tumores habían formado una máscara que la encerraba dentro de ella misma. Al desaparecerse lentamente los tumores, iba a tardar todavía más tiempo para ella deshacerse de la máscara.
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La primavera se desvaneció y llegó el verano. Ana no podía dejar de preocuparse por la siguiente operación. Pero la ayudaban a sobrellevarlo los largos fines de semana en San Diego con una amiga y las reuniones de carne asada en la Isla Fiesta de la Bahía Mission de esa ciudad. Se distraía además con llamadas telefónicas de un novio que conoció por Internet. Se preparaba la quinceañera de una amiga, que tendría lugar en septiembre y, de vez en cuando en un sábado o domingo de mucho calor, Ana se iba de pesca.
Un lago local era tan buen lugar para escapar como lo era cualquier otro. Con algunos árboles de eucalipto en su orilla y una brisa en las tardes, el lago gozaba del ambiente propicio para hacer que el calor bajara un poco del nivel de los 100 grados. Ismael disfrutaba de una cerveza al descansar en la sombra. Margarita leía revistas de astrología. Llegaban los parientes. Asaron maíz, sirvieron nopales e hicieron tacos de carne, cebolla blanca, tomates y cilantro. Algunas veces pescaban un bagre. Hasta había servicio para los celulares.
“Cómo se curó”, señaló la tía de Ana. A medida que el reflejo del crepúsculo lavanda se esparcía sobre el lago, y copos de álamos volaban a la deriva por el aire, predominaba el olor de la barbacoa, haciendo que pareciera todavía más remotas, las luces fluorescentes de los pasillos y el olor a antiséptico del Scripps. Ana se relajaba, aparentemente contenta de pasar una tarde sin pensar en lo que traería el futuro, a la vez que Batra y Halls empezaban a formar una vez más su plan para la tercera cirugía.
Habían estado preocupados por los dolores de cabeza que le daban seguido a Ana. Eran el producto de su visión doble y la falta de emparejar el nivel de sus ojos. Inicialmente habían planeado cortar y mover los huesos faciales alrededor de su nariz y frente para elevar la órbita de su ojo izquierdo, pero se dieron cuenta de que no hacía falta un procedimiento tan complicado.
Se dieron cita para cenar en el Ruth’s Chris Steakhouse en Del Mar con los demás médicos para discutir lo que harían. Entre aperitivos de calamares y camarones, abrieron sus computadoras portátiles y estudiaron las tomografías computarizadas de Ana.
“Es un problema de volumen, exceso de volumen en la órbita”, apuntó Batra.
En lugar de desalinear la órbita del ojo izquierdo, los tumores habían causado que el ojo quedara más bajo que el derecho, al haberse expandido la órbita del ojo. “Van a tener que disminuir la masa de la órbita”, expuso Don Kikkawa, el cirujano ocular del equipo. “El asunto principal es que su ojo está situado un centímetro más abajo. Eso lo apoyas con un injerto óseo”.
“Entonces, ¿vas a tomar un injerto del cráneo?” preguntó Halls.
“Sí”.
Llegaron los platos fuertes a medida que la conversación cambiaba de cirugías a la película “Sicko” de Michael Moore.
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La sala de operaciones del Scripps ya era un lugar conocido para Ana, aun cuando adormitaba bajo el efecto de las mantas tibias y los sedantes. Las luces que brillaban desde el techo eran como planetas estrellados.
Ella había llegado con Fran un día antes. Ana se había quedado despierta para ver tantas películas como podía de la serie de “Viernes 13”. Llegó a ver la cuarta parte antes de parar. Estaba cansada.
Fran y ella habían conversado sobre la cirugía en el auto. Ana sólo quería que terminara todo.
“Hay muchas cosas que no me gustan”, señaló Fran, a quien hacía poco que le habían diagnosticado cáncer del colon. “Hasta he pensado en dejar de recibir quimioterapia”.
“Si lo dejas”, subrayó Ana, “entonces sí que dejaré mis cirugías”.
“Entonces supongo que vas a tener que seguir”, respondió Fran.
Batra terminó de lavar el rostro de Ana con Betadine. Halls empezó a inyectar lidocaína y epinefrina.El tigre empezó a mover nerviosamente su cola.
A medida que Kikkawa empezaba a exponer la parte inferior de la órbita del ojo izquierdo, Batra suavemente levantó el cuero cabelludo e identificó el lugar, casi cuatro pulgadas por encima de la oreja izquierda de Ana, de donde sustrairía el hueso para el injerto. Lo marcó con una pluma morada y empezó a trazar el contorno con una sierra pequeña en forma de lápiz que tenía una punta de diamante. Su agudo chirrido sonaba como el taladro en un consultorio dental.
El cráneo tiene dos capas de hueso, la tabla exterior y la tabla interna, separadas por médula. Es tan delicado remover un pedacito de la tabla exterior como cortar un pedacito de enchapado de una hoja de madera contrachapada sin astillar la madera alrededor o dañar las otras capas.
Una vez que el contorno fue cortado haciendo una incisión de no más de un octavo de pulgada de profundidad y casi igual de ancha, Batra trató de palanquear para liberar el pedazo de hueso exterior.
Colocó en ángulo en la incisión el borde de una pequeña herramienta como un cincel y empezó a martillar.
“¿Tienes un osteótomo más filudo y delgado?”
“No que tenga curva”.
El riesgo era que también podía palanquear la tabla interior exponiendo la duramadre del cerebro. El martilleo se hizo cada vez más fuerte.
Tal vez estaban tratando de extraer un pedazo muy grande, pensó Batra. Pidió la sierra, dividió el cuadrado en tercios y trató nuevamente.
Halls no le dio mayor importancia a la dificultad. El cantó una vieja canción de Cat Stevens: “I’m looking for a hard-headed woman”. (“Ando en busca de una mujer cabezidura”.)
De repente, el primer pedazo de hueso se levantó del cráneo y la tabla interior quedó ilesa.
La médula era áspera como un panal de abejas. Cera del hueso contuvo el sangrado. Una mancha roja se había formado a los pies de Batra.
Tres pedazos de cráneo fueron retirados a los que se les dio forma de pequeñas fichas de póker. Estos fueron introducidos cuidadosamente en el pequeño valle que Kikkawa había expuesto y cuando el nuevo alineamiento fue establecido, Batra atornilló las fichas en su lugar.
A las 11:30, la sala de operaciones estaba en silencio. El chirrido del taladro y el martilleo habían cesado.
Una enfermera empezó a limpiar la sangre del piso y a contar las esponjas. Batra y Halls terminaron las suturas.
“Nos falta algo”, anunció la enfermera.
“¿Qué?”
“Una esponja. Nos falta una esponja”.
Todos trataron de mantenerse calmados. Batra y Halls se retiraron a medida que una máquina de rayos X portátil era traída y justo cuando el técnico empezaba a alinear la cámara con la cabeza de Ana, una enfermera notó algo empapado de sangre en el piso, escondido debajo de la base de la mesa de operaciones. Alguien se rió.
Los médicos entraron en la sala de espera. Ismael leía un libro sobre la reparación de camionetas Dodge. Margarita estaba hacienda un Sudoku. Otros miembros de la familia estaban cerca.
“Todo fue muy bien”, dijo Batra. Explicó todo lo que habían hecho. Fran ayudó con la traducción.
“Muy bien”, asintió Ismael. “Muchas gracias”.
“¿Preguntas?”
“No, está bien. Muchas gracias”.
La familia fue a ver a Ana. Margarita empezó a hablar con su hija y a arreglar las mantas a su alrededor. La enfermera le alcanzó un pañuelo de papel.
“Mejor”, dijo Margarita, refiriéndose a Ana.
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El tráfico serpenteaba por las calles residenciales de Pomona al Fairplex. Eran unos minutos antes de las 8 a.m. del 1 de febrero del 2008, y Ana estaba más nerviosa que en cualquiera de sus operaciones.
Ismael seguía la fila de autos. Hoy él se sentía feliz.
Había sido un largo viaje, uno que había empezado hacia más de 20 años cuando él y Margarita notaron por primera vez que algo no estaba bien con el rostro de su bebé y vinieron a este país para que la trataran.
Ahora Ana estaba a punto de convertirse en una ciudadana de Estados Unidos. Ella había pasado el examen hacía dos meses y hasta estaba un poco fastidiada de que las preguntas habían sido muy fáciles.
“Por lo menos pueden haberme preguntado los nombres de las 13 colonias”, indicó.
Hoy no habría examen, sólo un caso de nervios. No la tranquilizó la larga caminata desde la zona de estacionamiento en el frío aire de febrero con las montañas relucientes de nieve recién caída. Vestida con pantalones a cuadros café, con el cuello de su blusa saliendo por encima de su suéter marrón y su cabello amarrado hacia atrás, a Ana le confundía cuán informal estaban vestidas algunas de las demás personas allí reunidas.
“¿Sudaderas?” comentó ella. “No se llega en sudaderas a la ceremonia”.
Acomodadores con megáfonos dirigían a la multitud hacia la enorme sala de exposiciones, que tenía sillas plegadizas para los 3,500 futuros ciudadanos estadounidenses. Ana se perdió en un mar de gente al ir a entregar su tarjeta de residencia permanente.
Aguardaron sentados pero inquietos, en espera de que comenzara la ceremonia. Sus pañuelos cubriéndoles el cuello, turbantes, burkas, bindis peinados arreglados o cabellos rapados, anteojos, bigotes, barbas, mejillas altas, mejillas redondeadas, labios gruesos, labios delgados, cejas pobladas y cejas escasas, todos formando parte del conjunto. “Pónganse todos de pie”.
El juez entró y el asistente empezó el procedimiento con el juramento de lealtad en inglés.
Los solicitantes levantaron sus manos derechas.
“Declaro bajo juramento . . . “ empezaron.
La recitación fue suave y tenue, seguida por los aplausos.
“Felicidades”, afirmó el juez. “Lo lograron”.
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Hacía fresco la noche en octubre de 2008 en que los Rodarte invitaron a la familia a celebrar el cumpleaños 28 de Ana.
Piernas de pollo y cuñas de papas burbujeaban en la olla de freír. Margarita preparó platos de ensalada de papa, arroz y frijoles y tortillas de harina. Ismael conversaba con sus amigos. Había cerveza Tecate con sal y limón. Más tarde movieron la mesa a un lado y, bajo las antorchas hawaianas, los invitados empezaron a bailar a los acordes de Los Tigrillos y de Enrique Guzmán.
Ana asistió, rodeada de sus primos y amigos. Ella habló por su teléfono celular, tomó a sorbos una cerveza y enseñó fotos de su computadora portátil. Su rostro ya no consistía de una amplia capa de arrugas y hoyuelos como lo había sido antes. Habían sido mejorados su ceja izquierda, nariz y mentón y, lo que era más importante de todo, su aspecto no aparentaba ser nada más grave que las cicatrices de quemadura. Con ese aspecto que la gente parece reconocer, el mundo podría abrirse para ella.
Al desvanecerse las características de esta extraña y aterradora enfermedad, queda todavía en el aire la pregunta que Ana hacía cuando era niña: ¿Por qué era Dios tan malo? La respuesta podría yacer más bien en el entendimiento y la empatía que en el aturdimiento.
Si los tumores regresarán o no, sólo con el tiempo se sabrá. Batra ya hablaba sobre el siguiente paso. Quería emprender el proceso de expandir su piel, un paso hacia la eliminación de viejas cicatrices y otros defectos cosméticos. Ana no estaba segura si quería seguir.
Pero parecía estar feliz por ahora. Estaba orgullosa de sus logros. Se había hecho ciudadana, y esperaba con emoción poder ir a votar por primera vez. Tenía un novio nuevo. “Todavía siento mariposas en el estómago cuando lo veo”, indicó.
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Desde la noche muy fresca de octubre y el comienzo del Año Nuevo, Ana terminó con su novio y comenzó el tratamiento para expandir la piel. La operación a esos efectos fue simple y ahora acude ella con Fran todos los lunes al consultorio de Batra, donde el médico va inflando poco a poco unos dispositivos parecidos a globos debajo de su piel. Son muy intensos los dolores de cabeza que le producen estos tratamientos. Pero se le pasan. Y a Batra le entusiasma que ella siga acudiendo sin que tengan que llamarla del consultorio para recordarle sus citas.
Ana también se ha matriculado en un programa de estudios. Su mamá la llevó en febrero a la oficina administrativa, justo detrás de un restaurante Denny’s. Sonrió al reunirse con un consejero de admisiones. La entrevista marchó bien. Supo que debe tomar un examen de entrada y solicitar ayuda financiera.
No pensó dos veces al llenar los formularios de lo irónico que era que emprendiera ella un programa de 10 meses con la Escuela de Belleza Marinello. Iba a hacerse cosmetóloga.