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‘México es un enorme cementerio’; la búsqueda de las tumbas secretas de los desaparecidos

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Se reúnen poco después del amanecer, en el exterior de un minimercado, mientras la niebla del amanecer comienza su letárgica retirada. Se abrazan y se ponen al día, compran agua y algunos alimentos para la próxima jornada. Los nuevos voluntarios son bienvenidos.

“No está sola”, le asegura Lucía Díaz, una líder del grupo, a una mujer joven durante su salida inaugural. “Todos estamos juntos en esto”.

Llevan lo indispensable: palas, machetes, martillos, una barra de metal para aflojar la tierra, una carpa portátil para ponerse a salvo del agobiante sol. Díaz y otras 15 personas se marchan en varias camionetas, pasan por delante de un guardia de la policía y llegan a un campo infestado de mosquitos donde todo el mundo debe colocarse repelentes, máscaras y guantes para la espeluznante tarea por delante.

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Su objetivo es claro: buscar restos humanos, enterrados hace tiempo y ahora emergentes, que puedan proporcionar pistas sobre algunos destinos indecibles. Los buscadores de la periferia norte de Veracruz dicen que han descubierto al menos 80 tumbas clandestinas en las últimas ocho semanas.

Los hombres y mujeres que recorren este tramo inhóspito son parte de un extraordinario movimiento que ocurre en todo el país; familiares y amigos dolientes que tomaron las palas y los picos luego de exasperantes rondas de visitas a las comisarías, hospitales, refugios y depósitos de cadáveres. Todos se quejan de que la policía, a menudo en complicidad con bandas criminales, han tomado la mayoría de sus denuncias y hecho poco con ellas.

La larga represión militar en México contra los cárteles de la droga ha engrosado las listas de desaparecidos, aquellos que se ‘evaporan’ sin dejar rastros. Entre ellos hay muchas personas sin relación conocida con bandas criminales: secuestrados para pedir rescate, en robos o venganzas; o atrapados en el lugar y momento equivocados.

Motivadas por una pista, brigadas de voluntarios con sus rudimentarias herramientas han peinado el campo adyacente a un distrito residencial llamado Colinas de Santa Fé, casi a diario, desde el 2 de agosto.

“Si estos no son nuestros seres queridos, son los hijos e hijas de otras personas”, afirma Martha González, quien se unió a Díaz y otros voluntarios esta mañana. Ella está decidida a comprender qué ocurrió con su hijo, Luis Alberto Valenzuela González, un oficial de policía que desapareció hace tres años. “Ellos lloran desde la tierra para que los hallemos”.

Los asesinos eliminan sistemáticamente todos los rastros de identificación de las víctimas, y las autoridades deben reconocerlos mediante fragmentos de huesos, cráneos, dientes, cabello y ropa hallada aquí, a menudo dentro de bolsas plásticas de residuos. “Sabemos que en una tumba encontramos 15 bolsas negras”, dice el voluntario Rufino Bustamante Rosique, cuyo hijo está entre los desaparecidos. “En otra hallamos 15 cráneos”.

“México es un enorme cementerio”, es el lamento que se repite a menudo en los foros sociales de quienes buscan a desaparecidos.

El disparador del movimiento de búsqueda fue la desaparición, el 26 de septiembre de 2014, de 43 estudiantes del pueblo de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero. El empuje de los familiares para descubrir el destino de los jóvenes -presumiblemente asesinados en un caso que implica a funcionarios y policías locales- inspiró a esta oleada de viudas, familiares, hermanos y amigos a asumir el rol de antropólogos forenses aficionados.

“Durante años, muchos de nosotros nos sentimos aislados, como si fuéramos los únicos que pasábamos por esto”, recuerda Díaz, quien ha sido consumida por la búsqueda de su hijo, Luis Guillermo Lagunes Díaz, un popular disc jockey y promotor de eventos de Veracruz, que fue visto por última vez el 28 de junio de 2013. “Desde entonces descubrimos que hay cientos, miles de personas que pasan por las mismas emociones, el mismo dolor. Ahora podemos compartirlo”.

Lagunes tenía 29 años cuando desapareció, aparentemente secuestrado en su domicilio por una banda armada. Una foto del joven, sonriente y con gafas negras, adorna una cartelera junto a la playa con la pregunta: “¿Lo has visto?”. El cartel, que forma parte de una iniciativa nacional de la oficina del procurador general de México, ofrece una modesta recompensa para quien provea información sobre Lagunes y otros “ilegalmente privados de su libertad”.

Díaz ayudó a fundar el colectivo El Solecito, el grupo que está efectuando los sombríos descubrimientos en Colinas de Santa Fé. El colectivo creció a partir de un grupo de char de Whatsapp y tiene ahora más de 50 miembros, mayormente madres y esposas de los desaparecidos. La agrupación ha recurrido innumerables veces a las autoridades estatales y federales en busca de ayuda. “¡Ellos no van a detenerme!”, declaró Díaz durante el acto por el Día de la Madre, en mayo pasado. Dirigiéndose a su hijo ausente, la mujer dijo: “Dios me dio la alegría de tenerte. Seguramente me conceda la alegría de encontrarte”.

Durante la marcha, hombres jóvenes distribuyeron volantes con publicidades y rápidamente se alejaron. Las mujeres prestaron escasa atención al comienzo, pero los papeles resultaron ser mapas dibujados a mano de los campos en Colinas de Santa Fé, marcados con cruces. Los activistas sospechan que fueron facciones criminales las que entregaron -en un acto de compasión por los familiares- estos mapas, y luego desaparecieron.

El año pasado, las autoridades -que respondieron a una pista de un preso- hallaron restos humanos dispersos en el campo, pero aparentemente el caso nunca fue investigado. El colectivo presionó a las autoridades y finalmente recibió el permiso para ingresar al sitio, en agosto pasado. Algunos antropólogos forenses brindaron sesiones de formación acerca de qué buscar y cómo proceder. Guadalupe Contreras, cuya fama se ha extendido bajo el apodo de ‘El último buscador’- ha proporcionado ayuda en el lugar.

Su hijo, Antonio Iván Contreras, un mecánico de automóviles, desapareció hace cuatro años, al parecer mientras trabajaba en su taller en Guerrero. Contreras, de 58 años de edad, sospecha que pueden haberlo asesinado a causa de su nueva moto, la cual -al igual que su hijo- jamás fue hallada. El estrés de la desaparición del muchacho contribuyó a la muerte prematura de su esposa, afirmó el hombre. “El gobierno siempre dice que allí no hay nada”, asegura, refiriéndose a la incredulidad oficial ante los informes de las fosas clandestinas. “Pero hemos proporcionado pruebas”.

Tras el notorio caso de Ayotzinapa, Contreras se unió al movimiento de búsqueda y se convirtió en un experto en el uso de la barra de metal para sondear la tierra ante posibles restos. El hombre se centra en pistas sutiles: signos de excavación, basura, ropa desechada. Cuenta con la experiencia de haber hallado decenas de tumbas en Guerrero. Algunas veces, después de empujar la barra de metal profundamente en la tierra y retirarla, lleva la punta de ésta a su nariz y huele para encontrar indicios de descomposición.

Así, llevó su singular experiencia a Veracruz y, esta mañana, los activistas comenzaron a cavar en varios puntos. Los voluntarios se turnan para batir la tierra, mayormente con una pala, aunque González, con la cabeza envuelta en un pañuelo camuflado, se pone de rodillas y coloca con sus manos puñados de tierra sobre la pala, que luego un voluntario levanta.

Su hijo y otros siete policías municipales desaparecieron el 11 de enero de 2013, de la vecina ciudad de Úrsulo Galván. El joven tenía 24 años. Los familiares sospechan que los policías estatales actúan en conjunto con los traficantes.

Bustamante también perdió a un hijo. Cristo Bustamante, un vendedor de baratijas en la playa, tenía 26 años cuando fue detenido por hombres armados, hace dos años, en una concurrida calle de Veracruz. “El dolor de buscar a un hijo desaparecido es muy grande”, señala el hombre. “La desesperación nos lleva a buscarlos en tumbas clandestinas. Pero procedemos sin saber con qué nos encontraremos allí”.

El corpulento Bustamante, un reparador de refrigeradores, remueve cuidadosamente la tierra arenosa con la pala. Los investigadores cavan hasta aproximadamente siete pies y medio, y en este momento sólo sus hombros y su cabeza aparecen por encima del nivel del suelo. Su sudadera blanca del Super Bowl XXXVIII se salpica rápidamente con barro y suciedad. “No estamos intentando hacer justicia por lo que ocurrió; ésa es competencia de las autoridades y del sistema judicial”, afirma Bustamante. “Sólo queremos encontrar a nuestros hijos e hijas”.

Aunque sus objetivos están claramente centrados, los esfuerzos de los buscadores inevitablemente han arrojado una cruda luz sobre la cultura dominante de la anarquía que ha acosado por años el sistema judicial de México. En uno de los casos más publicitados en el estado de Veracruz, dos comandantes de la policía fueron arrestados en enero y acusados de complicidad por la “desaparición forzada” de cinco jóvenes que fueron abordados en el pueblo de Tierra Blanca mientras regresaban de una fiesta de cumpleaños en la ciudad de Veracruz. Las autoridades sospechan que la policía entregó a los cinco a miembros de un cártel de la droga.

En la última década, la espiral de violencia ha castigado a esta meca del turismo, antes considerada entre las zonas más seguras y sin preocupaciones de México. Las bandas opuestas, como los ultraviolentos Zetas, se enfrentan por el control de un punto estratégico para el tráfico de drogas e inmigrantes hacia los EE.UU.

Funcionarios del estado de Veracruz estiman que el número de desaparecidos en la última década es de 1,100 personas, mayormente hombres entre 17 y 29 años, pero muchos señalan que la cifra es mucho más alta, especialmente porque algunos familiares temerosos no reportan los casos. A nivel nacional, las autoridades mexicanas reconocen cerca de 28,000 desaparecidos, con algunos casos que datan de la década de 1970, aunque los activistas sostienen que ese número es también irreal, por debajo de las cifras reales.

Bustamante sigue excavando y respira con dificultad mientras transporta una bolsa negra. Poco después, algo asuma a través de la suciedad: dientes. Una excavación más profunda revela una mandíbula.

González, ahora con una máscara quirúrgica azul, se arrodilla cerca del agujero, y Bustamante le entrega lo que parece ser un largo hueso. Ella lo coloca sobre el suelo con cuidado. Díaz murmura: “Que Dios les conceda paz”.

Más tarde, los investigadores recuentan sus hallazgos: la mandíbula, un cráneo, huesos de piernas, cuatro bolsas plásticas. “Cabellos”, dice un voluntario, que registra todo en un cuaderno. Rosalía Castro, una dentista cuyo hijo desapareció hace casi cinco años, replica: “Cabellos que parecen teñidos de rojo”.

Las autoridades no han comentado públicamente sobre la excavación, más allá de confirmar que han aparecido algunos restos humanos. Los voluntarios hacen la búsqueda, pero es responsabilidad de un equipo forense de la policía ubicado en el lugar analizar la evidencia y retirarla para las pruebas de ADN. “Estamos encontrando cosas que las autoridades nunca quisieron buscar”, señala Castro. “Estamos haciendo su trabajo, porque queremos hallar a nuestros hijos”. Tal como algunos voluntarios, la mujer viste una camiseta con la leyenda: “Buscando con dignidad y respeto”.

Su hijo, Roberto Carlos Casso Castro, era maestro y propietario de una tienda de artículos deportivos. Tenía 38 años y desapareció, junto con su novia, el 24 de diciembre de 2011. Ambos se dirigían a la casa de Castro para la cena de Nochebuena, pero nunca llegaron. La mujer sospecha que se trató de un caso de confusión de identidad ligado a la alianza de traficantes y políticos corruptos.

Castro, de 61 años, también se turna para cavar. Mientras se pone de pie, rompe a llorar y se cubre el rostro con el antebrazo, mientras algunos de sus compañeros intentan estabilizarla. “Estamos en la mira del gobierno, pero no tenemos miedo”, afirma, mientras relata las amenazas que tanto ella como otras personas del colectivo han recibido. “Por la desaparición de mi hijo me siento muerta en vida. ¿A qué otra cosa puedo temerle? Tenemos una gran responsabilidad. Ahora que hemos comenzado, no tenemos ninguna intención de parar”.

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