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Líderes indígenas mexicanos y guatemaltecos usan sus redes de apoyo para vacunar a sus comunidades

Oscar Marquez works at a desk.
Óscar Márquez dirige una campaña de vacunación para las comunidades indígenas guatemaltecas y mexicanas en Los Ángeles para CIELO, una organización indígena local.
(Myung J. Chun / Los Angeles Times)
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Dentro de su comunidad maya en Los Ángeles, Feliza Tecúm ha escuchado falsos rumores de que el gobierno está inyectando la vacuna contra el coronavirus con un microchip de rastreo. Dice que una compañera de trabajo enfermó de fiebre poco después de recibir una dosis.

“La verdad es que tengo miedo”, admitió Tecúm en K’iche’.

Por ahora, esta trabajadora de 31 años de una fábrica de ropa, que habla poco español, no quiere la vacuna. Pero es una de las muchas personas que Alba González, una empleada de 28 años de CIELO, una organización indígena de Los Ángeles, espera que cambien de opinión después de que ella les informe sobre la vacuna en su idioma.

“Esto es lo que está pasando en mi comunidad ahora”, dijo González, una maya del departamento guatemalteco de Totonicapán. “Es un poco difícil, pero no imposible, porque hablo el idioma y puedo darles confianza”.

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A medida que California intensifica sus esfuerzos, para hacer frente a las desigualdades en materia de vacunas, los líderes indígenas mexicanos y guatemaltecos de Los Ángeles y de todo el estado están desempeñando un papel crucial para ayudar a las comunidades desatendidas a vacunarse. A través de campañas de boca a boca y en las redes sociales, están abordando las barreras lingüísticas, los problemas de accesibilidad y la desconfianza hacia las agencias gubernamentales.

Las comunidades indígenas centroamericanas se han visto especialmente afectadas por la pandemia, y muchas de ellas tienen empleos mal pagados en el sector de los servicios esenciales. En Los Ángeles viven mexicanos que hablan zapoteco, mixteco y triqui, así como mayas guatemaltecos que hablan lenguas como el k’iche’ y el q’anjob’al. Muchos solo hablan un español básico.

Desde que CIELO, que significa Comunidades Indígenas en Liderazgo, lanzó una campaña de vacunación hace dos semanas -financiada por el Departamento de Salud Pública de Los Ángeles- ha conseguido citas para vacunar a más de 140 individuos, incluido un zapoteco de 96 años, y ha llegado a cientos de personas más.

“Nuestros hablantes nativos indígenas son un tesoro”, afirma Óscar Márquez, quien dirige el equipo de divulgación de CIELO, formado por cuatro personas, desde su casa en Harvard Heights, donde trabaja ante cuatro monitores de computadoras. “Si no podemos mantenerlos vivos para que nos ayuden a conservar y transmitir no solo la lengua sino las costumbres y la cultura, empezaremos a perdernos”.

Alba Gonzalez stands by a tree
Alba González, de Guatemala, realiza actividades de divulgación en la comunidad k’iche’ de Los Ángeles para ayudar a la gente a vacunarse.
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)

Las actividades de divulgación también se llevan a cabo en las zonas rurales de California, donde los inmigrantes indígenas que trabajan como obreros agrícolas viven en condiciones de hacinamiento que los hace más vulnerables al virus.

El Proyecto de Organización de la Comunidad Mixteca/Indígena, un grupo que ayuda a las familias de trabajadores agrícolas indígenas en los condados de Santa Bárbara y Ventura promueve la vacuna en su emisora de radio comunitaria, Radio Indígena 94.1 FM. En el condado de Kern, Fausto Sánchez, un trabajador comunitario de California Rural Legal Assistance, instala un puesto varias veces por semana frente a los mercados mexicanos, donde distribuye mascarillas, guantes y desinfectantes para las manos y habla en mixteco con los inmigrantes sobre la vacuna.

“Hay algunos que son muy positivos, pero les gustaría tener más información sobre cuáles son los síntomas, si necesitan tomar dos o solo una [dosis], dónde pueden ir a buscarla”, dijo. “Una de las cosas más difíciles es hacer la cita por internet o por teléfono porque la mayoría no entiende demasiado el español o el inglés”.

El enorme costo en vidas de la pandemia ha impulsado el trabajo. En noviembre, Odilia Romero, cofundadora de CIELO junto con su hija, Janet Martínez, se enteró de que un mecánico de la familia que solía asistir a un encuentro semanal de comida oaxaqueña y de la comunidad había muerto a causa del virus.

Ese mismo mes, la madre, la hermana y el padre de Romero fueron hospitalizados con el virus. Y en febrero, la comunidad perdió a Policarpo Chaj, un intérprete y líder k’iche’ que colaboraba frecuentemente con CIELO.

En un cambio importante, las autoridades de California anunciaron la semana pasada que el estado proporcionaría el 40% de las vacunas disponibles contra el COVID-19 a los residentes de las zonas desfavorecidas que se han visto muy afectadas por el virus, pero que han quedado rezagadas con respecto a los barrios más prósperos a la hora de recibir la vacuna. Heather Jue Northover, directora del Centro para la Equidad Sanitaria del Departamento de Salud Pública del Condado de Los Ángeles, dijo que muchos no tienen tiempo para conseguir una cita en casa, o se enfrentan a barreras lingüísticas y de transporte.

La desinformación en torno a la vacuna persiste, y las organizaciones de base comunitaria como CIELO, “están más en sintonía sobre cómo comunicarse con comunidades específicas”, expuso.

El condado y una clínica de salud local han dado a CIELO códigos de acceso para las citas de vacunación. Su personal se pasa el día llamando a las asociaciones indígenas locales y consultando las bases de datos de las personas a las que han dado ayuda económica durante la pandemia.

“Parte de esto es educar a la gente. Hay mucha desinformación y noticias falsas en relación con la vacuna”, dice Márquez, de 48 años. “Las personas tienen miedo de no vacunarse y, al mismo tiempo, tiene miedo de vacunarse”.

Después de que CIELO publicara en Internet fotos de varios de sus empleados vacunándose con dosis sobrantes la semana pasada, la organización recibió docenas de llamadas. Ahora cuenta con más de 1.000 personas interesadas en vacunarse.

“La gente de mi pueblo me llamó y me dijo: ‘¿De verdad te has vacunado?’”, relató Romero, de 49 años. “Las personas se lo tomaron realmente en serio”.

Isai Pazos, un líder comunitario indígena oaxaqueño que ha sido voluntario de CIELO, llamó a unas 60 familias a diario la semana pasada. En zapoteco y español, ha hablado con personas mayores que cumplen los requisitos, así como con sus nietos o hijos, que pueden actuar como mediadores.

Alrededor del 70% de las personas a las que llama tienen dudas o no quieren la vacuna. Algunas veces, en broma les ha preguntado si quieren reunirse para la Navidad del año que viene o para una fiesta de quince años. Pero también puede hablarles en serio de su primo, su tía y su tío que han muerto a causa del virus.

“Algunas de las familias, por desgracia, han sido engañadas”, dice. “No entienden exactamente lo que puede hacer la vacuna”.

La pérdida de seres queridos ha impulsado a algunos a vacunarse.

A principios de enero, el marido de Cata Ramos González murió a causa del virus tras más de dos semanas de tos y problemas respiratorios en su casa.

Él cosía prendas en casa para venderlas, y su muerte ha dejado a González, una inmigrante maya, dependiendo de amigos y familiares para mantenerse ella y sus hijos. Le duele constantemente la cabeza de tanto preocuparse por el futuro.

CIELO se puso en contacto con González, que ya había recibido ayuda de la organización anteriormente, para preguntarle si le gustaría recibir la vacuna. Ella dijo que sí.

“Si esta enfermedad mortal no estuviera aquí, no habría perdido a mi marido”, dijo en K’iche’. “No hicieron la vacuna nada más porque sí. Es algo bueno”.

Pero la mejor divulgación puede venir de los propios miembros de la comunidad.

Para Eustolia Cisneros, hablante de zapoteco del pueblo oaxaqueño de Yalálag, fue un alivio recibir la vacuna este mes. Esta limpiadora de casas y trabajadora de un restaurante ha perdido amigos y familiares a causa del virus y le preocupa utilizar el transporte público para ir al trabajo.

En su ruta de autobús, desde su trabajo en la ciudad de San Marino hasta su casa en Koreatown, Cisneros, de 50 años, ha charlado sobre la vacuna con otras limpiadoras. En un viaje, habló con cinco mujeres a las que les preocupaba que la vacuna pudiera hacerlas enfermar.

“Les aconsejé que era importante para no perder más gente, porque es muy triste cuando las personas mueren” dijo Cisneros. “La vacuna les ayuda a vivir con más confianza”.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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