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Un amor más fuerte que la sangre

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HOY

A mediados de mayo, en el patio trasero de un hogar de Cicero, la comunidad celebró a una familia que renació de entre las cenizas.

Afuera, Joshua, de 12 años; Ariela, de 11; Paloma, de 10; Jollen, de 9, y Yara, de 7, los cinco nietos de Marcelo y María Martínez, jugaban ataviados en sus vestidos blancos de Primera Comunión, manchándolos con toda clase de dulces mexicanos.

Adentro, en la mesa del comedor y en la sala, estaban las donaciones —arroz, frijoles, soda y pastel— que los asistentes llevaron para ayudar a estos abuelos originarios de Iguala, Guerrero, a hacer la fiesta a sus niños.

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Es una comunidad de vecinos, amigos de la iglesia, e incluso desconocidos que se enteraron en internet y quisieron apoyarlos; la historia de los cinco niños y sus abuelos que han roto barreras y no desfallecen los inspiraron. Aunque les falta su madre, cuentan con su presencia, pues su urna descansa en uno de los dos pequeños dormitorios de la vivienda; mientras la traición del padre a la familia tampoco se olvida.

No tengo forma de medir cuánto los quiero, sólo puedo decir que demasiado

— Marcelo Martínez

Para Marcelo, el abuelo de 60 años, y su esposa, de 54, el apoyo que reciben es una bendición de Dios. “En los momentos cuando nos sentimos como que ya vamos a tirar la toalla, llega alguien y nos da una mano”, dijo.

Es como un llamado a nunca dejar de luchar para darle seguridad a sus niños, aunque la seguridad ha sido tan difícil de encontrar en los últimos años.

Al igual que muchos de sus paisanos, Rosa Yasmín Pereyda llegó a Chicago a los 15 años. Quería trabajar para ayudar a su madre María a salir adelante. Su sueño era comprar una casa en México y ganar lo suficiente para vivir cómodas allá.

Pero todo cambió cuando Yasmín se enamoró de un compañero en la fábrica donde trabajaba.

De las dos parejas que le dieron sus cinco hijos, ninguna trató bien a Yasmín. Primero fue el padre de Joshua, un hombre que participaba tan poco en la vida de su hijo que Marcelo y María ni siquiera recuerdan su nombre. Luego fue Víctor Hugo Ramírez, “un hombre alto y flaco, déspota y chocante”, según recuerda María, quien pronto se vería deportado por los crímenes que cometió contra la familia que ayudó a procrear.

En un folleto guardado donde sus hijos no lo puedan encontrar, Marcelo y María Martínez tienen fotos de su nieta Paloma, terriblemente golpeada a sus escasos 10 meses.

Lo poco que tengo lo comparto con ellos

— Francisca Dircio

Su mirada luce vidriosa, con los ojos llorosos pero sin derramar lágrimas. Su cara está sucia y llena de moretones. Es un momento que la jovencita de 10 años no admite recordar.

Sólo pueden adivinar, por las heridas, cómo ocurrió. Saben por los moretones que su papá le pegó y la tomó por el cuello. Marcelo cree que la quería ahorcar.

La pareja se enteró de lo que pasó cuando recibieron una llamada del hospital a donde fueron llevados los niños. Allí mismo, al hablar con la Policía y una trabajadora social, tomaron custodia de ellos.

Unos años después, la pesadilla se repitió. Esta vez, la víctima fue Yasmín, a quien golpeó delante de los niños durante una de las visitas de custodia sin supervisión en su casa, un derecho que ella había ganado. Esta vez es la cara de Joshua la que se quedó grabada en los recuerdos de María y Marcelo, cuando escapó del ataque y fue a buscar a sus abuelos.

Marcelo y María denunciaron lo ocurrido tanto al Departamento de Servicios de Niños y Familias (DCFS), como a la Policía. Víctor Hugo fue deportado a México como consecuencia de sus actos. Embarazada de su quinto hijo, Yasmín regresó a vivir con sus padres, cubierta de moretones que no sanarían.

“Ella era buena. Demostraba que quería a sus hijos, pero por el otro lado, callada, porque no nos comentó nada de lo que pasaba”, recordó Marcelo. No explicó por qué esas heridas permanecían, ni por qué cada día estaba más débil.

No quería preocupar a María, su madre, que ya cargaba mucho dolor. Meses antes, a la abuela se le murió un hijo en México, padre de dos niños, asesinado durante un robo. Entonces Yasmín tomó sola la decisión que definiría el resto de su vida: En vez de abortar a su bebé para comenzar sus tratamientos, lo tendría y dejaría su vida al cáncer cervicouterino.

Había sido diagnosticada poco después de quedar embarazada. Cuando se enteró su familia, meses más tarde, no había nada qué hacer.

Cuando María fue a verla en sus últimos días en el hospital, fue acompañada por tres de sus sobrinas, Elizabeth ‘Liz’ Juárez, y Melissa y Candy Velásquez, las primeras amigas de Yasmín cuando llegó a Estados Unidos. Allí, Liz, quien ahora tiene 39 años, tradujo a María lo que los doctores le dijeron sobre su hija. Que un coágulo se había formado en su pecho, y que en algún momento llegaría a su cerebro. Que los doctores no podían hacer nada, y que era cosa de esperar. Que en un momento impredecible de ese día a principios de noviembre de 2010, su hija iba a morir.

En los momentos cuando nos sentimos como que ya vamos a tirar la toalla, llega alguien y nos da una mano

— Para Marcelo

Todos lloraron al recordarlo mientras cayó la noche sobre la fiesta de Primera Comunión, y los niños gritaban con alegría al pegarle a una piñata. Recordaron lo traumatizada que quedó la familia, y lo decepcionada que estuvo María. Recordaron cómo Jollen perdió casi totalmente el habla, y aún tartamudea a veces, después de años de terapias. A pesar de todo, ellas encuentran la esperanza en los cinco niños, y hasta una sensación de que todo tuvo un sentido.

En Yara ven a su madre, dicen las hermanas. Sus ojos, su vivacidad, su “actitud fresquita”.

Y aunque el negarse a un aborto fue una decisión que posiblemente le costó la vida a Yasmín, dijeron, es lo que trajo vida a este mundo.

También el dolor que ellas pasaron en aquel entonces las inspiró a salir adelante: Liz actualmente es enfermera, y Melissa es trabajadora social.

“Cada año nos sorprende que vemos más y más gente que les ayuda”, hasta gente que ni conocen, dijeron en la fiesta de la Primera Comunión. “Es que los niños les tocan el corazón”.

En una mesa aledaña se sentaba una de estas desconocidas, una mujer mayor, elegante pero humilde, con pendientes de aro y una blusa brillante, y en la mano, cinco sobres, uno para cada niño.

Francisca Dircio sabe que lo que destinó para regalarle a los niños no es mucho. En su empleo como conserje le pagan a $14 la hora y sólo trabaja medio tiempo. El dinero apenas le alcanza para mantenerse, contó.

Hace unos años se separó y perdió su casa. Sus niños ya son mayores, y Dircio se mudó sola, y lucha por completar para rentar un apartamento. Conoció a la familia Martínez hace tres años, y quedó inmediatamente encantada con los niños, por su energía, bondad y ternura, mencionó.

Así que llevarles pizza entre semana, o un pastel en cada uno de sus cumpleaños, así como guantes y chamarras en la Navidad, es tanto una fuente de felicidad y amor para ella como un apoyo para ellos.

“Lo poco que tengo lo comparto con ellos”, dijo. “En Navidad, en vez de comprarle algo a mis amistades, les compro a ellos”.

Y el círculo de gente como Dircio sigue creciendo. Son amigos de la iglesia donde los niños asisten al estudio bíblico; o vecinos, como don José Nungaray, que vive en una cuadra cercana donde Marcelo y su esposa antes rentaban. En la Navidad compra canastas de golosinas para los niños.

“De uno a cien, no me sacas un hombre como don Chelino”, dijo de Marcelo, mientras repartía dinero a los muchachos por su Primera Comunión.

Para Dircio, ese espíritu de apoyar proviene de la cultura latina. “Somos así cuando nos enteramos de alguna desgracia, acudimos a ayudar”.

Esmeralda García conoció a la familia Martínez en 2013, después de ver una foto en Facebook de una caja de cenizas, con cinco niños atrás.

Mientras yo esté viva mis hijos se van a quedar conmigo

— María Martínez

“Era una familia triste, que no tenía ilusiones”, contó García, una mujer de baja estatura, de energía desbordante y actitud positiva. No mas al comenzar a contar su historia ese día, Maria empezó a llorar.

Al ver que la familia no tenía “ni para comer ni para pagar la renta”, García se movilizó inmediatamente, organizó una campaña en redes sociales para solicitar donativos. Pero en ese momento lo que más les preocupaba era que la custodia de los niños estaba en peligro.

Yasmín no había dejado ninguna documentación que les otorgara la custodia oficial de sus hijos a María y Marcelo, y temían que en cualquier día el estado se los llevara y los repartiera “a cada uno a un hogar diferente”, explicó Marcelo.

Y más que eso, los abuelos se inquietaban cuando Mariela y Paloma les preguntaban si tendrían que irse con su papá.

“Si aquí nos pega, si nos lleva para México, allá nos va a pegar peor”, le decían a Marcelo.

Con la ayuda de García y un abogado pro bono, las batallas legales se fueron ganando a lo largo de años, primero la custodia en 2012 y, finalmente hace un año, la adopción de los cinco niños en agosto de 2016.

Los nuevos padres tomaron pasos inmediatos para borrar las huellas del abuso y negligencia que los padres biológicos habían dejado en los niños. A Jollen le quitaron su primer nombre de Hugo, proveniente de su papá, y hoy en día todos los niños llevan orgullosamente el apellido Martínez, del hombre que siempre han llamado “papá”, aunque de sangre no es ni su abuelo biológico.

“Yo les quiero dar la confianza de que se sientan seguros, que no están solos, que no están desprotegidos”, dijo Marcelo. En ese aspecto se siente un papá adecuado. Pero en lo económico, el hombre, que pasó de ser maestro de química en México a jornalero aquí, no cree poder cumplir. “No tengo suficiente para darles lo que ellos necesitan, lo que merecen”, dijo.

Para ambos padres es una lucha diaria. Para Marcelo es estar siempre pendiente de cuál pago ya no se puede demorar más, el alquiler o las otras deudas. Es estar siempre atrasado, dice. Trabaja de 6 am a 5 pm, gana el sueldo mínimo y toma todas las horas extras que puede los fines de semana, y también recoge fierro viejo en los callejones de su barrio.

A María le toca encargarse de todo lo demás; incluyendo poner comida en la mesa cuando los recursos se agotan, y nunca faltar a una conferencia en la escuela. También se encarga de hacer las compras y los mandados, a pie.

“La de las batallas es ella”, reconoce Marcelo.

Cada día, inmediatamente después de la escuela, los cinco niños se sientan en la mesa de la cocina, con María en la cabeza. Allí hacen su tarea, todavía vestidos de sus uniformes escolares, mientras su madre los supervisa.

“Me quedé en segundo año de la primaria (en México)”, dijo. “Pero he aprendido. He aprendido con mis hijos”.

No importa cuanto tarde, María les revisa las tareas a los cinco, los anima a hacer sus tareas de matemáticas sin calculadora. Y cuando surge algo que no entiende, los niños se ayudan entre sí.

Los niños tienen muy presente todos los esfuerzos de sus padres. Lo notan, por ejemplo, cuando Marcelo llega de trabajar tarde en la noche, y se duerme sin comer en el mismo momento que se acuesta, comentó Paloma; o cuando no tienen dinero para comprar sus útiles escolares y “se preocupan y se ponen a pensar ‘cómo le vamos a hacer’”.

Pero lejos de asustarse, los niños ayudan.

Paloma dice que los tranquiliza, les dice, “verán que sí tendrán el dinero”. Joshua y Ariela cuidan a sus hermanitos, se aseguran de que todos se pongan sus chamarras y que estén abrochadas antes de salir. Y cuando Marcelo llega a la casa en la noche, Jollen y Yara se agachan y le quitan las botas.

Pero hay cosas que los niños no entenderán hasta que sean más grandes. Por el momento no comprenden cómo le hace Marcelo para guardarles regalitos hasta que tenga algo para darle a todos. O por qué no hay dinero ahorrado para sus estudios universitarios. O por qué su madre, que padece fuertes dolores, nunca va al doctor.

No pueden entender lo vulnerable que es su familia.

¿Por qué no soñar con una casa?... quizá alguien les puede ayudar

— Hilda Burgos

“Hablamos de un señor mayor de edad y de una señora enferma que no cuentan con los servicios de salud para que se atienda”, comentó García. “No tienen manera de obtener una buena atención médica, ni ayuda del gobierno”.

Y allí surge la pregunta omnipresente, reconoció García: “Si algo les pasa, quién se va encargar de los niños?”.

Hace unas semanas, los dolores de abdomen que María siempre había ignorado fueron demasiado fuertes. Fue diagnosticada con pre cáncer de matriz, tras varias biopsias.

Pasó tres semanas en el hospital recuperándose, contó, porque su diabetes la hace vulnerable a la infección después de las cirugías. Pero recostada en la cama del hospital, María no pudo descansar. Muchas cosas le revolvían la mente.

La llegada del año escolar y los gastos de los útiles. La ropa que ya le queda corta a Joshua y a Jollen. El estrés de no saber quién les estaba dando a comer a sus hijos. Por más que le decían las enfermeras que se calmara, más se le subía la presión arterial.

Finalmente, hace unas semanas, pudo regresar a casa, donde toma un régimen de medicamentos y espera su próximo procedimiento. Sus doctores están muy positivos: Las células precancerosas no se han regado a otras partes de su cuerpo. Y la familia no tiene otra opción que mantenerse positiva.

“Procuro mantener una mentalidad firme de que nada va a pasar”, dijo Marcelo. “Si empiezo a preocuparme de lo que puede pasar, siento que no nos llevará a un buen camino”.

Las preocupaciones del día a día no le quitan a la familia sus sueños. Primero entre ellos, el de tener su propia casa, donde los niños tengan suficiente espacio para crecer, y un patio propio.

Pero las finanzas lo complican. Durante más de cuatro años no han podido encontrar quién les ayude, dijo García.

Si algo les pasa (a los abuelos), ¿quién va a encargarse de los niños?

— —Esmeralda García

“El señor no tiene un trabajo que le genere el suficiente dinero como para dar un enganche, y no hay una persona o una compañía que confíe en ellos”, agregó García.

“Ellos necesitan apoyo”, coincidió Hilda Burgos, otra voluntaria y activista que conoce a la familia desde 2011 y los ayuda. Pero, “¿por qué no soñar con que tuvieran una casa?”, dijo. “Alguien les puede ayudar. Algo se puede hacer. Tantas situaciones que se han resuelto económicamente, y gracias a quién ha sido. No a los grandes empresarios, ha sido gracias al pueblo”, dijo Burgos.

Por su parte, Paloma sueña con ser médico, porque “trabajan bien y para que ayude a mis papás cuando sean viejitos”.

Joshua quiere una mejor vida para sus hermanos. “Quiero que crezcan y que sean igual que yo y que se cuiden entre ellos”, dijo. Y él y Jollen quieren un Lamborghini, el segundo auto más rápido del mundo, según ellos.

Esa noche de la Primera Comunión, la comunidad arropó a la familia y se unieron a los deseos de ver a los niños graduarse de la universidad, y tener buenos trabajos; y de que siempre estén tan unidos como ahora.

Los deseos de Marcelo y María son más modestos: Que sus niños sepan valerse por sí mismos; que sepan defenderse de las burlas que a veces reciben en la escuela por no tener mamá, “que nadie los vea mal”, dijeron.

Saben que sus recursos son pocos. Saben

que cada día podría traerles nuevas “pruebas de Dios”, como María llama a sus problemas. No saben si sus fuerzas serán suficientes, pero están ciertos que darán su todo, todos los días.

“No tengo forma de medir cuánto los quiero, sólo puedo decir que demasiado”, dijo Marcelo. “Ellos no están sólos”.

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