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Columna: Historias de inmigrantes que el presidente Trump no nos cuenta

Ozzie Vazquez's mother, Eva, was thrilled when he got accepted to Harvard.
Eva, la madre de Ozzie Vázquez, feliz cuando su hijo fue aceptado en Harvard.
(Dania Maxwell / Los Angeles Times)
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Esta es una semana importante para Ozzie Vázquez, el joven genio residente de Chinatown, que devoró los libros tanto en México como en Los Ángeles: llegó el momento de empacar para la universidad.

“Me voy el jueves”, expresó Ozzie, cuyos muchos años de esfuerzo lo llevaron a Harvard. “Va a ser difícil dejar a la familia, pero sí, estoy emocionado”.

Mientras tanto, en Torrance, el trabajador de la construcción Fidel López, un inmigrante de Guatemala, mantiene su horario habitual, a pesar de tener 73 años de edad. Cuando llamé el lunes por la mañana, su esposa, Coralia, me dijo que Fidel estaba en un edificio de apartamentos donde trabaja en mantenimiento.

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Escribí sobre López en 2012, en el vigésimo aniversario de los disturbios que siguieron al veredicto por la golpiza a Rodney King. López estaba en el peor lugar en un mal momento, justo en el sur de Los Ángeles, camino a casa desde el trabajo, cuando lo sacaron de su camioneta y lo golpearon salvajemente.

Muchos quizá recuerdan el horrible video. Fidel fue pateado, rociado con gasolina y golpeado en la cabeza con un estéreo. Al hombre le robaron sus herramientas, y le incendiaron su camión. Un ministro religioso, Bennie Newton, le salvó la vida cuando corrió hacia los atacantes de Fidel y les dijo: “Si lo matan a él, también tendrán que matarme a mí”.

Fidel López, jugando con sus nietas Rachael y Summer, en su residencia en Torrance.
(Los Angeles Times)

La recuperación de Fidel de esas lesiones graves tomó años. Últimamente ha disminuido la velocidad un poco, afirmó Coralia, pero todavía hay cuentas por pagar, y se niega a admitir que ya no puede trabajar como antes.

“No es el mismo”, reflexionó su esposa, “pero sigo viendo al típico macho que dice: ‘Estoy bien’”.

Hablando de esa mentalidad, Ray el jardinero todavía trabaja, casi 14 años después de ser llevado de urgencia al hospital de UCLA. Mientras laboraba en un patio en Inglewood, alguien se le acercó para pedirle dinero. Ray se resistió y lo balearon.

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Los médicos no pudieron quitar la bala del pecho de Ray debido a su ubicación. Querían que se quedara en el hospital para observación, pero él insistió en irse y volver a sus tareas. Era el 23 de diciembre de 2005, esa labor de jardinería era un regalo sorpresa, y Ray, quien vino a Estados Unidos desde México, le había prometido a su cliente que terminaría antes de Navidad.

“Estoy en mi hora de almuerzo”, Ray me dijo el martes por la tarde desde Manhattan Beach, donde estaba terminando otro jardín. Aún tiene la bala en el pecho, pero se siente bien y el trabajo está en orden.

Entonces, ¿por qué decidí volver a estas personas, sobre quienes he escrito a lo largo de los años?

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Porque son el tipo de inmigrantes y descendientes de inmigrantes, legales e indocumentados, de quienes rara vez se tiene noticias por parte del presidente Trump, quien en cambio despotrica sobre una invasión de personas que vienen al país para sacar provecho, y no para contribuir.

A partir de su retórica, algunos sienten que cualquiera con piel morena es sospechoso. La gente me ha dicho que se siente así, esté aquí legalmente o no. El mandatario se queja de los delincuentes que pululan a través de la frontera, sobre el cambio cultural, los trabajos robados y los salarios deprimidos; todo se reduce a un “nosotros” versus “ellos”.

“Creo que nuestra administración actual olvida los valores básicos del humanismo”, señaló Ozzie, “y toma la ruta del tribalismo”.

Historias nefastas sobre inmigrantes, como la de esta semana, sobre un miembro de la pandilla MS-13 que fue acusado de crímenes atroces mientras se hacía pasar por un consejero de reducción de delitos en el Valle de San Fernando, alimentan el fuego.

Esas noticas son reales, aunque estadísticamente poco usuales.

Miriam Antonio, de 21 años, es estudiante de filosofía, política y derecho en la USC.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)

Para mí, la verdadera historia de Los Ángeles es la de gente como Miriam Antonio, estudiante de último año de la USC, nacida en esta ciudad, de padres inmigrantes. La joven está muy ocupada en su empleo de verano de United Way, donde busca soluciones para personas sin hogar. Miriam es la semblanza que los xenófobos no logran ver.

La conocí en un foro para candidatos a la junta escolar cuando estaba en la preparatoria. Ella realizaba una campaña de registro de votantes en Fairfax High. Trabajaba, ayudaba a cuidar a sus hermanos porque su madre inmigrante laboraba en un turno de noche como conserje, y sus parientes compartían un apartamento de dos habitaciones con otro grupo familiar. En unos años, Miriam planea estudiar derecho.

“No creo que el racismo desaparezca por completo”, reflexionó cuando la visité, esta semana. Miriam, quien es voluntaria en un proyecto de la facultad de derecho de la USC que ayuda a solicitantes de asilo, dijo que ve una constante “lucha; un tira y afloja entre diferentes ideologías”. El triunfo de Trump dio poder a sus seguidores para que se expresen abiertamente sobre cómo se sienten sobre ciertos grupos de personas”.

Cecilia Ríos, nacida en México como su padre, heredó de él Echo Park Barber Shop y todavía la dirige. Cuando visité el sitio, el lunes, un cliente tras otro llegaba a la pequeña tienda, donde un corte de pelo sigue costando $10. Cecilia y su esposo aún viven en el apartamento de una habitación, con una renta de $800 al mes, donde criaron a cuatro hijos.

Cecilia Ríos en su Echo Park Barber Shop, en Los Ángeles.
(Irfan Khan / Los Angeles Times)

Ríos todavía recibe donaciones de ropa de clientes y otras personas, y cuando no puede regalar todo a las familias necesitadas aquí, toma un autobús hacia un orfanato mexicano y lleva allí las prendas.

“La madre y la esposa de Trump son inmigrantes”, afirmó Ríos, y eso, para ella, habla de su nivel de hipocresía.

La mujer tiene familia en El Paso, donde un supremacista blanco con un manifiesto demasiado parecido a un discurso de campaña de Trump disparó a “mexicanos” a principios de este mes y masacró a 22 personas. Se estremeció cuando me dijo que ninguno de sus parientes estaba entre las víctimas.

Cuando escribí sobre Julio Ruiz, hace dos años, el residente de Compton revendía casas en el sur de Los Ángeles. En el momento que lo contacté el lunes, dijo que se había convertido en desarrollador y que trabaja en un proyecto en South Vermont. A él, nada sobre la retórica de Trump lo sorprende: “Desde que asumió [lo hace]; ya sea con los musulmanes o con los comentarios acerca de Pocahontas o llamándonos racistas -y era peor con los negros antes de ser presidente-. Eso está en su ADN, en su fibra íntima”, consideró Ruiz.

Ruiz comentó que sus propios padres, que vinieron de México, recibieron la amnistía del presidente Ronald Reagan, lo cual habla del giro brusco que sufrió la actitud hacia los inmigrantes. “Tuve una pesadilla anoche”, confesó Ruiz, quien es ciudadano estadounidense. “Estaba en la cárcel, separado de mis hijos. Puedo recordar una profunda tristeza. Unos sollozos y un caos total... No puedo imaginar lo que sienten estos padres e hijos migrantes... Es un punto bajo de la humanidad, no sólo de la historia de Estados Unidos”.

Mientras investigo la inmigración de mis propios abuelos, desde España e Italia, todavía no me queda claro si todos ellos se hicieron ciudadanos. Pero independientemente de eso, se convirtieron en estadounidenses y tenían un objetivo particular: una vida mejor para ellos y sus hijos.

No tengo ningún problema con la deportación de los delincuentes violentos, ni cuestiono la necesidad de la seguridad fronteriza.

Pero al estar en contacto con la vida de inmigrantes y sus familias, he tenido el privilegio de saber, por cientos de ellos, que no hay una amenaza a los valores y al bienestar estadounidenses.

Veo que hay gente que va a la escuela y al trabajo, que lucha y prospera; veo gente desesperada y con sueños. Veo a Fidel López con su camiseta “Old Glory” y polvo de construcción en sus manos. Veo a Ray, el jardinero, en busca de trabajo. Veo a Cecilia, que lleva adelante un negocio y cría una familia mientras cuida a los menos afortunados que ella. Veo a la madre de Ozzie, Eva, empleada en una tienda de descuentos, momentos después de que el joven la llamara con la noticia de su admisión a la universidad. La mujer comenzó a llorar y un guardia de seguridad de su trabajo le preguntó por qué. “¿Realmente quieres saberlo?”, respondió ella. “Porque mi hijo entró en Harvard”.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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