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Aunque no se den cuenta, el otro objetivo de las feministas del movimiento #MeToo es el ‘sexo, drogas y rock ‘n’ roll’

Participantes de una marcha del movimiento #MeToo contra el ataque y el acoso sexual, en Hollywood, el 12 de noviembre de 2017 (Damian Dovarganes / Associated Press).

Participantes de una marcha del movimiento #MeToo contra el ataque y el acoso sexual, en Hollywood, el 12 de noviembre de 2017 (Damian Dovarganes / Associated Press).

(Associated Press)
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El otoño pasado, cuando los primeros escándalos del #MeToo corrieron por los cables de noticias, yo estaba leyendo “Sticky Fingers”, la biografía del fundador de Rolling Stone, Jann Wenner, escrita por Joe Hagan. Por como el autor describe los primeros años de la revista, en la década de 1960, casi todos en el equipo tenían relaciones sexuales con el resto.

¿Las mujeres de Rolling Stone aceptaban los tejemanejes en lo que hoy sería considerado una guarida ilegal de acoso? Parece que sí. En el baño de señoras, garabateaban graffitis clasificando a los empleados varones conforme su desempeño sexual -y no, como hacen hoy las jóvenes en los campus universitarios, los nombres de los violadores en su entorno-. Se sabía que Jane Wenner, la esposa de Jann, juzgaba a los candidatos a un empleo según “se sentían atraídos por ella” y, en algunos casos, probaba personalmente la profundidad de su ardor. La fotógrafa Annie Leibovitz, quien se hizo famosa en Rolling Stone, se acostaba habitualmente con los sujetos de sus reportajes.

Así de distintos como esos días parecen, hay una línea directa entre el pasado y el presente. La clara protesta actual contra el acoso en los lugares de trabajo está mutando a una contrarrevolución de mayor alcance contra las explosivas contradicciones puestas en marcha hace 50 años. Pero, tal como en la década de 1960, esta rebelión sexual es utópica y profundamente ingenua sobre el enmarañado nudo de las motivaciones humanas. No esperemos que las jóvenes que están construyendo las barricadas del movimiento #MeToo tengan éxito.

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Es justo decir que la liberación al estilo de la década de 1960 respaldó el valor del deseo sexual femenino, la autonomía y el consentimiento. Ello fue un logro moral genuino, y hoy podemos agradecer que sea una parte bien fundada de la vida moderna. Pero la revolución sexual también ayudó a parir una gran cantidad de familias monoparentales, y los males relacionados con la desigualdad, la pobreza, las brechas en los logros y la desaparición de los hombres de la vida familiar. Y tantos años después, las feministas más jóvenes están exponiendo nuevos defectos en la desregulación sexual legada por sus mayores.

Primero y principal, se trata de la ceguera de la revolución a la diferencia.

En toda sociedad humana, los hombres poderosos aprovechan sus posiciones para conseguir parejas sexuales: cuanto más núbiles, mejor. Las actitudes sexuales radicalmente liberales puestas en marcha hace cinco décadas no dieron permiso a los depredadores para salirse con la suya, pero seguramente convencieron a muchos de que no eran monstruos (ejemplo: Bill Cosby). Y algunos pecadores más modestos -ladrones de besos, toquetones y exhibicionistas- llegaron a pensar “bueno, solo estoy persiguiendo sentimientos compartidos”: la explicación del presentador de televisión Charlie Rose por pavonearse mientras vestía únicamente una bata de baño abierta mientras sus asistentes mujeres estaban en la habitación.

La revolución sexual también ignoró la verdad de que las mujeres de todas las culturas y especies son “más selectivas” que los varones con respecto a sus parejas sexuales. Al proclamar la autoexpresión sexual como el valor primordial para todas las personas ilustradas, se debilitó el apoyo social para aquellas mujeres que no tenían ganas de ello. “El sexo es feminista. Y se supone que las mujeres con poder deben disfrutarlo al máximo”, describió Rebecca Traister, de la revista New York. Excepto que no siempre es así, y menos ahora.

El problema es que este ideal poderosamente seductor confunde la elección personal y el consentimiento, especialmente para alguien joven, que aún intenta descubrir su identidad adulta. Mientras el movimiento #MeToo plagaba los titulares, Jessica Bennett, la editora de género del New York Times, escribió un artículo con el llamativo título de “Cuando decir sí es más fácil que decir no”. Las mujeres jóvenes, argumentó, no siempre están seguras de cuáles son sus verdaderos deseos. Bennett no mencionó que los hombres no suelen sufrir la misma incertidumbre. Cuando las mujeres asienten a los planes de sus parejas, coincidentes con el ideal de empoderamiento femenino, ¿debería sorprendernos que a veces surjan la ira y la confusión -y polémicas acusaciones de ataque-?

#MeToo comenzó como una expulsión del medio de hombres poderosos y explotadores, como Harvey Weinstein, Matt Lauer, Rose y muchos otros. Al principio, las feministas de la Segunda Ola y las adultas representantes de la Generación X estaban tan indignadas como sus contrapartes más jóvenes, de la Tercera Ola, por las denuncias de tantas bestias. Pero el grupo más joven no estaba dispuesto a terminar la conversación con los demonios en los sitios de trabajo.

En enero pasado, una mujer de 23 años de edad que usó el seudónimo de ‘Grace’, describió una “mala cita” con el comediante Aziz Ansari. A pesar de sus intentos “no verbales” de comunicar incomodidad, el humorista la presionó para tener relaciones sexuales. Las mujeres mayores se horrorizaron ante la idea de que la situación de Grace tuviera alguna relación con el acoso laboral. “Se ha bastardeado un movimiento que, junto con todas mis hermanas en el lugar de trabajo, hemos soñado durante décadas”, se quejó Ashleigh Banfield, de 50 años, presentadora de HLN.

Banfield y sus hermanas consideraron a Grace como responsable de su propia desdicha. Ansari la desvistió y le practicó sexo oral, pero Grace nunca dijo que no. Ella correspondió la situación. Las mujeres más chicas evidentemente no “saben cómo llamar a un taxi”, escribió Caitlin Flanagan en The Atlantic. El grupo de las jóvenes lo rechazó: “Los encuentros sexuales ‘normales’ no funcionan para nosotras”, tuiteó Jessica Valenti, columnista de The Guardian. Los patrones comunes de comportamiento “de género”, escribió Anna North en Vox.com, tienen “una profunda necesidad de cambio”. Sus hermanas, dijo North, no deberían ser colocadas en el papel de “guardianas sexuales”.

Al igual que todas las generaciones, la Segunda Ola ve el presente a través de la lente de su propia experiencia. Ellas navegaron con éxito por un mundo de libertad y autonomía sexual, ¿por qué no podrían hacerlo las más jóvenes? Lo que no tuvieron en cuenta es cuánto se beneficiaron las generaciones anteriores del capital cultural persistente de tiempos más educados; las normas de cortejo establecidas hace tanto tiempo no desaparecen de la noche a la mañana, después de todo. Nunca ha habido un momento en que las mujeres no tuvieran que defenderse de los toqueteos y de los atacantes, pero la mayoría de nosotras que tenemos cierta edad no nos limitábamos a un grupo de potenciales candidatos varones sumidos en publicaciones pornográficas y con una postadolescencia infectada de sexo.

Sin embargo, ni su desacuerdo con las mujeres de la Segunda Ola, ni su catálogo de malas citas, han hecho mella en la certeza feminista de las jóvenes de que las diferencias en el comportamiento sexual masculino y femenino pueden atribuirse a los tóxicos mensajes sociales de la cultura patriarcal. Si se los desmantela, encontrarán afecto, reciprocidad y orgasmos con cualquier extraño que encuentren tentador, tal como prometieron las revolucionarias originales. Si se los desmantela, ya no estarán “tan socializadas como para poner la comodidad de los demás por encima de la suya” a un punto tal que no puedan defenderse de un Aziz Ansari, tal como Jill Filipovic escribió en The Guardian.

Estoy segura cuando digo que esto es basura. La “cultura patriarcal” proporciona a las mujeres jóvenes muchos intensos y activos modelos, desde Mulan hasta Lara Croft, Buffy y Sarah Connor. Los educadores, vendedores y padres rinden homenaje al poder de las niñas, y en los últimos meses de revelaciones del movimiento #MeToo, las jóvenes lo han ejercido de forma agresiva, incluso con saña. “¿Me preocupaba la posibilidad de que un hombre fuera acusado falsamente? No, en lo más mínimo”, escribió Leah Finnegan en una publicación online de moda. Qué bonito…

La exageración explosiva y la autodramatización no ayudarán al triunfo de la contrarrevolución de las jóvenes. Por sobre todo, el movimiento #MeToo carece de una evaluación realista de los hombres y las mujeres. Como el sexo más selectivo, las mujeres siempre serán las guardianas. La mecánica biológica del sexo y los hechos de la reproducción así lo exigen. Como dijo una vez la escritora Nora Ephron, muchos hombres “tendrían relaciones sexuales hasta con una persiana veneciana”.

La revolución sexual original despojó a las jóvenes del apoyo social que necesitan para desempeñar con éxito el papel de guardianas, del mismo modo que privó a los hombres de una visión positiva o incluso de un motivo, para autocontrolarse. Cualquier reforma debe empezar por reconocer el legado de esas pérdidas.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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