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Las madres inmigrantes que buscan asilo se preparan para afrontar su suerte en la frontera de EE.UU. con México

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Hace dos semanas, Dalila Pojoy dejó de amamantar a su bebé. La inmigrante guatemalteca, de 33 años, decidió que era lo más sensato en caso de que el gobierno estadounidense tomara custodia de su hija de seis meses. La pequeña Bernardethe lloró durante tres días, arañando el pecho de su madre.

Poco después, un abogado de inmigración le dio malas noticias a Pojoy, quien esperaba la oportunidad de pedir asilo en un puerto de entrada de EE.UU.-México, en Tijuana, con su bebé y dos hijos adolescentes. El procurador general Jeff Sessions acababa de emitir un fallo que parecía aniquilar cualquier esperanza de lograr refugio para ella en este país: Estados Unidos ya no otorgaría asilo a la mayoría de las víctimas de la violencia de pandillas o doméstica, de la cual Pojoy está huyendo.

“Es casi seguro que te deportarán”, le dijo un abogado de inmigración. “Tienes que pensar realmente en esto antes de presentarte”.

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“No puedo quedarme aquí; no puedo volver”, respondió la mujer. “He llegado tan lejos. Voy a arriesgarme”.

En docenas de albergues temporales que bordean la frontera entre Estados Unidos y México, en Tijuana, cientos de solicitantes de asilo que huyen de la violencia de todo tipo hacen cálculos antes de entregarse en el Puerto de Entrada de San Ysidro.

Al otro lado de la frontera sudoeste, han tenido que sopesar los riesgos de una política de “tolerancia cero” con los ingresos no autorizados a EE.UU., la amenaza de ser separados de sus hijos y un fallo que excluye a muchos solicitantes de asilo que llaman a la puerta del país.

Para muchos, los terrores en sus sitios de origen -en Guatemala, Honduras y El Salvador- superan las tribulaciones especialmente diseñadas para ellos por el gobierno estadounidense.

La mayoría cree que esta es su última oportunidad, mientras la administración Trump reduce metódicamente casi todas las vías de ayuda inmigratoria.

“Si regresamos, me matarán seguro”, expresó una inmigrante salvadoreña llamada Carmen, que huía de la pandilla 18th Street en su vecindario.

La mujer escapó de ese país junto con su esposo, Josué; su hija de 10 meses, Amber; su hijo Erick, de 10 años; y su hija Nicole, de seis. La familia todavía se encontraba en Oaxaca, en el sur de México, cuando escucharon la noticia de que la administración Trump estaba separando a los niños de sus padres.

Sus hijos mayores jugaban en un parque cuando Carmen los llamó. “Escuchen bien. El día en que lleguemos a la frontera, vamos a pedir asilo en Estados Unidos”, les dijo. “Allí, un funcionario puede venir a buscarlos. Si ese oficial los toma de la mano y notan que yo no camino detrás de ustedes, no se preocupen. Los llevarán a un lugar donde haya otros niños”.

“¿Dónde estarás, mami?”, preguntó su hijo.

“No sé, pero deben ser pacientes porque nos veremos de nuevo”, le aseguró. “Estaremos juntos otra vez. Los cuidarán bien allí. No será para siempre”.

Bajo una intensa presión y críticas, Trump firmó una orden ejecutiva, el 20 de junio, para poner fin a la práctica -de seis semanas de antigüedad- de separar a los niños de padres que cruzan sin autorización a EE.UU. En casos más raros por varias razones, algunos niños también fueron separados si los inmigrantes se entregaban en un puerto de entrada legal.

El viernes 22, un enfurecido Trump redobló los esfuerzos para condenar la inmigración ilegal en términos penales, durante un evento que organizó con un grupo al que llama Angel Families, formado por personas que han perdido a seres queridos en homicidios y accidentes por conducir en estado de ebriedad que, presuntamente, involucraron a inmigrantes indocumentados.

“Estos son ciudadanos estadounidenses separados permanentemente de sus seres queridos”, afirmó Trump, mientras criticaba la cobertura de los medios.

En un tuit del domingo, el presidente escribió: “No podemos permitir que todas estas personas invadan nuestro país. Cuando alguien viene, debemos inmediatamente, sin jueces ni casos judiciales, llevarlos de regreso de donde vinieron. Nuestro sistema es una burla a la buena política de inmigración y a la ley y el orden. La mayoría de los niños vienen sin padres...”

Pero las últimas semanas subrayaron la aparente inutilidad de tratar de derrotar la determinación de muchos que buscan refugio en Estados Unidos.

Cuando se supo que los funcionarios estadounidenses estaban separando a los niños de los padres solicitantes de asilo, casi la mitad de los inmigrantes en el Centro Madre Assunta, en Tijuana, partieron, detalló Adelia Contini, una monja que dirige el albergue.

La mayoría de ellos tenían niños pequeños y planeaban solicitar asilo en el puerto de entrada, según permite el derecho internacional.

Adónde se dirigieron no estaba claro, indicó Contini. ¿Regresaron a su tierra natal o decidieron arriesgarse a cruzar sin autorización a EE.UU.?

En un refugio temporal, a menos de una milla de la frontera, Carmen, la inmigrante salvadoreña, amamantaba a su bebé en lo que parecía un almacén vacío. La mitad del albergue se veía plagado con más de 50 carpas de colores brillantes, que servían como dormitorios improvisados para familias. Niños y padres estaban sentados en una fila de sillas de plástico, hipnotizados por los episodios de “Bob Esponja”.

Según Carmen, la familia no tiene más remedio que tratar de ingresar a Estados Unidos. Durante meses, comentó, rechazó los avances sexuales de un miembro de una pandilla bajo amenaza de muerte. En marzo, huyó de El Salvador.

El 14 de junio, Pojoy se abrazó y se despidió de sus amigos en el refugio de Tijuana. Intercambió números de teléfono con otras madres antes de partir hacia el puerto de entrada estadounidense.

La mujer cargó sus pertenencias en tres mochilas. Introdujo una lata de fórmula dentro del paquete de Bernardethe, entre unos baberos, tres pijamas y pañales decorados con imágenes de Elmo.

Sus dos hijos mayores -Davis, de 15 y Diana, de 14 años- entretenían a la bebé con un juego de peek-a-boo, mientras su madre se ponía apresuradamente los pantalones y una camiseta negra con la frase “I love my boyfriend” (Amo a mi novio). Pojoy se encogió cuando se dio cuenta de lo que decía la prenda, dado que fue la brutalidad de su exnovio lo que la obligó a escapar.

En la frontera, se unieron a al menos otros cien solicitantes de asilo, reunidos cerca del Puerto de Entrada de San Ysidro. Un hombre que vendía chicles y cigarrillos se arremolinaba, mientras los taxistas tocaban bocina y pasaban zumbando.

Un grupo de madres atribuladas de Honduras acababa de llegar con equipaje andrajoso y niños pequeños. Los inmigrantes que habían estado allí por más tiempo, señalaron a un hombre con una camiseta naranja: un representante de Grupo Beta, el brazo humanitario de los servicios de inmigración mexicanos.

Las mujeres clamaron al hombre, pidiéndole información sobre cómo pedir asilo en Estados Unidos. El hombre, que solo dio su nombre de pila, Sergio, les dijo que tendrían que esperar su turno. Les señaló a una mujer que tenía un cuaderno con los nombres de cientos que ya estaban esperando para entrar. El tema podría llevar semanas, dijo.

Solo unos minutos antes de las 10 a.m., Sergio escoltó a Pojoy, sus hijos y otras 27 personas, a un puente peatonal hacia EE.UU. Ocasionalmente, se detenía para mantener al grupo unido mientras ingresaban al puerto de entrada, donde los funcionarios de Aduanas y Protección Fronteriza de EE.UU. esperaban.

Pojoy ajustó las correas en el portabebé de Bernardethe. Diana sostuvo con fuerza un sobre rosa, donde llevaba certificados de nacimiento e informes policiales que documentaban el presunto abuso de Pojoy. Davis llevaba agua embotellada para la fórmula del bebé, con las costuras de su mochila ya rasgadas. Bernardethe tomaba de su biberón.

Cada vez que Pojoy se quedaba atrás, los adolescentes aguardaban para unirse a ella. Se quedaron a su lado. La mujer les hizo memorizar el número de teléfono de su hermana, en L.A., pero Diana y Davis se negaban a creer que pudieran separarse de su madre.

A pesar de que la orden ejecutiva de Trump puso fin a la mayoría de las separaciones de menores, la política no ha cambiado para los solicitantes de asilo que se entregan en los puertos de entrada estadounidenses.

Estas familias en particular pueden permanecer juntas la gran mayoría de las veces, a menos que existan circunstancias atenuantes, informó un portavoz de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP). Por ejemplo, los padres que enfrentan un enjuiciamiento penal, incluidos los cargos de reingreso después de la deportación, pueden verse despojados de sus hijos. Además, la separación ocurre cuando los oficiales de CBP creen que el adulto no es realmente el progenitor de ese menor.

Aunque los funcionarios de inmigración señalaron que las instancias son raras, varios abogados especializados y organizaciones de defensa de derechos de inmigrantes informaron que había decenas de niños separados de padres solicitantes de asilo que se habían entregado en los puertos de entrada.

Un día después de entregarse a los funcionarios fronterizos, un agente llevó a Pojoy a una habitación en el puerto de entrada. Ella narró su historia: tenía 13 años cuando su madre murió. Su padre se fue con otra mujer, y la abandonó a ella y a sus cinco hermanos menores. Ella se hizo cargo, y fue entonces que los hijos mayores tramaron un plan. Pojoy se iría de Guatemala, se mudaría a EE.UU. y enviaría dinero a casa para ayudarlos a todos.

Así, cruzó sin autorización y sin ser detectada, cerca del río Bravo en Texas, antes de llegar a la casa de su tío, en Houston. Seis meses después se trasladó a Los Ángeles, donde trabajó largas horas en una fábrica de ropa y ganó lo suficiente como para enviar dinero a sus hermanos.

Poco después, conoció a un hombre guatemalteco en el trabajo. Con él engendró a Davis y Diana, que nacieron en Estados Unidos. Su novio era físicamente abusivo, relató Pojoy. Un día, la golpeó cuando ella le pidió dinero para comprar pañales y leche para los niños. Pojoy llamó a la policía. Lo arrestaron y lo llevaron a la cárcel, relató.

“Te mataré cuando salga”, le dijo él mientras la policía se lo llevaba.

Pojoy tomó la fatídica decisión de huir de regreso a Guatemala antes de que él saliera de la cárcel. Pero el hombre fue deportado a Guatemala unos meses después. Cuando la encontró, ella huyó al norte con sus hijos, a México. Había planeado seguir hacia el norte, pero se enamoró de un hombre en la Ciudad de México. Tuvieron gemelos, un niño y una niña.

Eventualmente, comenzó a beber mucho y a golpearla, indicó Pojoy. Le voló uno de sus dientes cuando ella se defendió por sí misma. Cuando él perdió su trabajo, ella comenzó a trabajar como costurera, convirtiéndose en el único sostén de la familia.

En 2014, el hombre la expulsó de la casa después de una acalorada discusión, y no dejó que se llevara a los gemelos. Amenazó con deportarla de México si intentaba obtener la custodia de los pequeños. Pojoy y sus hijos mayores, Davis y Diana, se marcharon.

Un par de años después, conoció al hombre con quien engendró a Bernardethe. Cuando descubrió que estaba embarazada, su exnovio reanudó sus amenazas. Un día, encontró al padre de su pequeña golpeado y ensangrentado en un hospital.

Él le dijo que el atacante le había enviado un mensaje del exnovio de Pojoy, diciendo que ella era la próxima. Su pareja, entonces, la instó a escapar.

Al final de la entrevista, el funcionario fronterizo le preguntó a Pojoy si le estaba mintiendo. “Si miente, la deportaré ahora y le quitaremos a sus hijos”, le dijo el agente.

Ella le respondió que cada palabra que había pronunciado era verdadera. Y que ella no estaba a salvo en México.

El domingo por la noche, Pojoy y sus tres hijos fueron liberados en Estados Unidos, con la orden de comparecer en un tribunal de inmigración en Los Ángeles, el 2 de julio próximo.

El abogado que la instó a no cruzar estaba satisfecho con la noticia. “Ella tuvo suerte, de seguro”, afirmó Erika Pinheiro, directora de política y litigios de Al Otro Lado, una organización binacional que ofrece servicios legales a deportados y migrantes en Tijuana. Los solicitantes de asilo quedan en libertad condicional en el país todo el tiempo, dijo. Pero las posibilidades de Pojoy eran particularmente sombrías después de que Sessions impusiera restricciones sobre a quién se le debía otorgar el beneficio.

Según Pinheiro, dadas las circunstancias, era un misterio porqué Pojoy había sido admitida, cuando muchos otros detenidos en circunstancias similares seguramente serían rechazados.

Por ahora, Pojoy está viviendo con su hermana en East L.A. Ella ya consiguió un trabajo en el sector de la confección.

Sabe que un juez finalmente decidirá su destino, y que las probabilidades están en su contra. Pero eso ya se lo han dicho antes.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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