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El “estigma” de ser la “segunda ciudad más importante” de un país

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No sé quién inventó el término “segunda ciudad”, pero estoy dispuesto a apostar que no era alguien que vivía en una de ellas.

Sí, técnicamente una segunda ciudad es simplemente la segunda ciudad más poblada de una nación, pero, seamos francos, el término también implica inferioridad, estatus de segunda clase.

No es de extrañar que los residentes de segundas ciudades se quejen del apodo.

No hay nada de segundo nivel respecto a ciudades como Barcelona en España o Medellín en Colombia. Las segundas ciudades ofrecen al viajero sabio algunas experiencias de primera categoría.

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Una mejor calidad de vida

Para empezar están, por definición, menos abarrotadas que las primeras ciudades, y eso significa menos molestias.

Además, vienen cargadas de menos expectativas, y eso es, en mi mente, una cosa muy favorable.

Piensa en ellas y, lo más probable es que pocas imágenes definidas vengan a la mente.

En un viaje reciente a los Países Bajos, por ejemplo, sabía qué esperar en Ámsterdam, desde los canales hasta las cafeterías. Pero no tenía idea de lo que me esperaba en Rotterdam y me sorprendió gratamente el encanto de la ciudad.

A primera vista, las segundas ciudades parecen tener poco en común. Córdoba, en Argentina, y Mombasa en Kenia, parecen tan diferentes como un filete y un batido de papaya. Pero las segundas ciudades comparten muchos rasgos comunes.

La mayoría suele tener cargar con algún menosprecio. Esto, sin embargo, puede motivar.

Piensa en Chicago y su famosa compañía de comedias de improvisación The Second City (durante la mayor parte del siglo XX, Chicago fue la segunda ciudad de Estados Unidos, pero desde entonces ha sido superada por Los Ángeles).

La agrupación, que ha producido grandes comediantes como Bill Murray, Stephen Colbert y Tina Fey, debe buena parte de su éxito, creo, al hecho de que Chicago ya no es una ciudad favorita.

Más vibrante que Lisboa

Oporto es otro ejemplo clásico de una segunda ciudad.

A solo tres horas en tren de Lisboa, parece un mundo aparte de la capital portuguesa. Desembarcando en la estación de São Bento de la ciudad, me impactó inmediatamente el azulejo, un panel de losa que representa la historia de Portugal. Eso no es casualidad.

Portugal es una de las naciones más antiguas de Europa y la gente aquí está orgullosa de que el país nació en el norte, no muy lejos de Oporto (el pueblo más antiguo del país, Ponte de Lima, está a solo 90 kilómetros de distancia).

Oporto, por supuesto, es mejor conocida por su vino, una bendición mixta, como dicen algunos lugareños. La ciudad es mucho más que eso, insisten.

“Es una ciudad muy dinámica, muy diferente a hace unos años”, señala Miguel Silva, consultor de Oporto. “El espacio alternativo está creciendo”.

De hecho, Oporto posiblemente posee una escena artística más vibrante que Lisboa. Esto es evidente en todo, desde el colorido y elaborado arte callejero hasta el museo de arte contemporáneo de la Fundación Serralves.

Es un cliché, me doy cuenta, hablar de una ciudad que es “mágica”, pero en el caso de Oporto el cliché es verdadero.

No hay nada ordinario en la ciudad. Ni siquiera su McDonald’s. Antiguamente sede del Café Imperial, el lugar muestra vitrales art deco y candelabros de cristal. Es posiblemente el McDonald’s más bello del mundo.

Toda la ciudad está impregnada con este tipo de esplendor inesperado.

Desde el puente arqueado de dos pisos Don Luis, que atraviesa con gracia el río Duoro, hasta la arquitectónicamente improbable Casa de la Música (se dice que se parece a un metrónomo gigante), Oporto seduce.

Una hermosa librería

No es de extrañar que una joven J. K. Rowling encontró aquí la inspiración para Harry Potter. Fue a principios de la década de los 90, cuando Rowling trabajaba como profesora de Inglés y era asidua de la Librería Lello.

Con su espléndida escalera de caracol y su arquitectura neogótica del siglo XII, la tienda se asemeja terriblemente a Hogwartsian.

En los últimos años, se ha convertido en un lugar de peregrinación para los seguidores de Potter, con largas colas que se forman desde temprano en la mañana.

Capital de la comedia

Después de unas pocas horas en Oporto, me arrastró una sensación de déjà vu, aunque nunca antes había estado allí.

Pronto me di cuenta por qué. Oporto me recordó otra segunda ciudad: Osaka. Cuanto más pensaba acerca de eso, más me percataba de lo mucho que las dos tienen en común.

Ambas son ciudades mercantiles y son conocidos por su franqueza.

Los osakianos son, en general, menos formales, menos “refinados” que los tokiotas, y esto se refleja en el dialecto osakaben, salpicado de expresiones coloridas, como un alegre maido para el “hola” y un afable hona mata para “te veo más tarde”.

Osaka es la capital de la comedia en Japón, el hogar del manzai, una suerte de monólogo satírico totalmente desprovisto de pretensión.

Esta actitud relajada se extiende a la comida de la ciudad. El plato emblemático de Osaka es okonomiyaki, una masa de harina a la plancha con varios ingredientes revueltos.

El equivalente en Oporto es la francesinha (literalmente “pequeña francesa”).

Es un sándwich grasoso: típicamente relleno de jamón, salchicha o carne asada, cubierto con queso fundido y salsa de cerveza encima, y, por supuesto, servido con papas fritas. Ambos platos son deliciosos, aunque resulten poco refinados.

Lo que tienen en común

Tanto Osaka como Oporto comparten un apego feroz, casi maniático, por sus equipos deportivos locales: el equipo de béisbol Hanshin Tigers en Osaka, el Futebol Clube do Porto en Oporto.

Y ambas, como todas las segundas ciudades, se enfrentan a retos muy reales. Luchan por retener a gente joven y talentosa que, invariablemente, se siente atraída por las luces deslumbrantes de la “primera ciudad”.

Sin embargo, incluso para quienes se van, las segundas ciudades engendran un afecto de por vida.

Mi amiga Junko ha vivido en Tokio durante décadas, pero ella sigue siendo fanática de un buen okonomiyaki, todavía ama a los Hanshin Tigers y no ha perdido mi un ápice de su acento de Osaka.

Un islandés me dijo una vez que, si usted se encuentra inseguro sobre su verdadero hogar, hágase esta pregunta: “¿Dónde quieres morir?”.

Cuando le hice a Silva, de Oporto, esa misma pregunta, no vaciló.

“Comencé mi viaje aquí”, dijo, “y voy a terminar mi viaje aquí”.

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