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Una bomba de infecciones está a punto de explotar en Honduras

Víctimas de recientes huracanes se refugian abajo de un paso Elevado en San Pedro Sula, Honduras
Víctimas de recientes huracanes se refugian abajo de un paso Elevado en San Pedro Sula, Honduras, el sábado 21 de noviembre de 2010.
(ASSOCIATED PRESS)
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El año de la pandemia y los dos huracanes será singular en Honduras hasta el final, especialmente en sus valles costeros, y aún más para el más poblado de ellos, el Valle de Sula.

Las catástrofes han tenido su epicentro en una zona a la que el viceministro de salud de Honduras, Roberto Cosenza, describe como “infecciosamente complicada”.

Hace alrededor de 100 años el corazón de este valle dejó de ser una selva para dar lugar a La Lima, sede del enclave bananero de la Tela Railroad Company, también conocida por su marca comercial Chiquita Banana.

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A consecuencia de ese desarrollo, tuvo lugar un fuerte proceso de migración interna, con grandes números de hondureños bajando de las remotas zonas coloniales en las montañas centrales y la cuenca del Pacífico para construir la Costa Norte de Honduras. Esta región intimidó por siglos a los colonos por la voracidad infecciosa de su trópico húmedo y bajo, así como por la volatilidad de sus ríos raudos, responsables de fertilizar con los sedimentos de sus inundaciones las planas y estrechas tierras costeras.

Pero las compañías americanas desarrollaron este territorio de difícil habitabilidad, aunque ideal para el cultivo del banano. Sin saberlo, fundaron los cimientos del nuevo eje económico y demográfico de Honduras.

Construyeron sobre polines distanciados a 4 metros del suelo, o sobre el terreno menos vulnerable a disposición, las casas de sus altos cargos, los barracones para sus campeños, y la infraestructura necesaria para el funcionamiento de su pequeño enclave autosuficiente.

En su apogeo, Chiquita Banana fundó un hospital en La Lima para atender a sus empleados y sus familias -en su día fue el más completo de Honduras-, así como la todavía existente Fundación Hondureña de Investigación Agrícola.

La United Fruit Company, asentada en el cercano puerto de La Ceiba, creó un jardín botánico experimental -Lancetilla, el más completo del mundo en su época-, así como una universidad agrícola tropical y subtropical -El Zamorano-, que hoy sigue siendo un referente mundial en su campo. Por todos sus pecados, las bananeras estaban interesadas en conocer la naturaleza de estas tierras, así como en levantar la estructura necesaria para lidiar con su realidad.

Mientras tanto San Pedro Sula, una antigua villa escasamente poblada y ubicada a faldas de una de las cordilleras que enmarca el valle, en la ruta española hacia el puerto colonial de Omoa, empezó a crecer como respuesta criolla al recién inaugurado ‘boom’ del banano. Con el pasar de las décadas y el retiro de la hegemonía de Chiquita Banana de la economía del valle, el desarrollo criollo de la zona metropolitana de San Pedro Sula parece haber ocurrido de forma acrítica y con poco espíritu de civismo y previsión. En un claro ejemplo de regresión cultural, se ignoraron prácticas tan elementales como construir sobre polines, en lugar de directamente sobre el suelo, donde se está a merced del agua y los insectos.

Las partes más vulnerables del valle no se reservaron para la conservación natural o el uso agropecuario. Por displicencia institucional, cultura de precariedad o voracidad económica, han pasado a ser muchas de ellas desarrollos de vivienda popular que alimentan de mano de obra desde la década de los noventa a los parques maquileros ubicados en las muy inundables ciudades satélite que rodean a San Pedro Sula. Con la explosión demográfica de las últimas 4 décadas, en la que Honduras pasó de ser un país de 2.5 millones de habitantes a principios de los años ochenta a uno con más de 9 millones en la actualidad, no se construyeron las represas necesarias para contener los ríos que antes surcaban a través de campos de banano, y que hoy se desbordan de su serpenteado camino en las nuevas zonas urbanas.

El resultado de esta dirección criolla, a ‘la brava’ es un irrespeto hacia las condiciones de vida de su propia gente que resulta más cruento que el de las infames bananeras, inmortalizadas en el imaginario hondureño por novelas como Prisión Verde, de Ramón Amaya Amador.

El resto del país parece haber seguido el mismo modelo acrítico de desarrollo de su motor industrial, ocasionando sin quererlo las condiciones perfectas para exacerbar los efectos de los desastres naturales. La condición actual del Valle de Sula es un desafío frontal a la inclemencia del trópico bajo en tiempos del cambio climático.

En 2020, con las inundaciones históricas provocadas por los huracanes gemelos Eta y Iota, y tras una semana más de lluvia continua, gran parte de La Lima se encuentra aún anegada por las crecidas de los ríos Ulúa y Chamelecón. Incluso el antiguo hospital del enclave bananero, ahora un hospital privado, se ha inundado por primera vez.

El centro de salud pública, construido sobre terreno menos favorable, permanece inundado, con el área de consulta externa comprometida en su funcionamiento para las semanas venideras. Gran parte de su equipamiento médico se ha echado a perder tras haber estado la primera planta enteramente bajo agua la semana anterior, de acuerdo con el viceministro de Salud, Roberto Cosenza.

Hacinamiento y pandemia en el valle

El miércoles de esta semana la Comisión Permanente de Contingencias reportó que hay cerca de 807 mil personas afectadas en Honduras, con 90 mil individuos en los albergues, así como 32 mil viviendas afectadas. De acuerdo con el viceministro Cosenza, el departamento de Cortés, donde se ubica la mayor parte del Valle de Sula, ha sido el epicentro de las inundaciones, las enfermedades infecciosas y también del Covid-19 a lo largo de este año. Se ha producido un escenario en el que las enfermedades infecciosas tropicales, a las que se ha unido el Covid-19, incuban nuevas desgracias para una sociedad poco preparada para lo previsible, y aún menos para la combinación de estas desgracias cíclicas con una pandemia global inesperada. “Nunca se había tenido que albergar personas durante una pandemia, es totalmente atípico y es una primera experiencia que estamos viviendo”, declaró Cosenza.

A finales de la semana anterior, el Fondo Nacional de Convergencia advertía que “muchos de los que permanecen temporalmente en los albergues no utilizan mascarillas, no mantienen el suficiente distanciamiento social, y habitualmente no tienen la posibilidad de lavarse las manos con agua y jabón. Las posibilidades de que se contagie la gente son enormes”. Por otro lado, el informe Flash Appeal de las Naciones Unidas reportaba que “la situación actual de estancamiento de agua, desechos, desperdicios y almacenamiento inadecuado de agua para consumo humano y uso doméstico aumenta el riesgo de un brote de enfermedades endémicas transmitidas por vectores y zoonóticas con altas tasas de letalidad”, tanto en los albergues como en los asentamientos humanos anegados.

En el caso del Covid-19, la Secretaría de Salud de Honduras informó esta semana que un 33% de los albergados portan el virus de acuerdo con los resultados de las pruebas rápidas. La coordinadora de epidemiología de la Universidad de Honduras, Dilcia Sauceda, advierte que el Valle de Sula enfrenta “una amenaza grave de crisis sanitaria por enfermedades infecciosas”, que incluyen el Covid-19, las enfermedades gastrointestinales, arbovirosis (Dengue, Zika, Chikungunya) y enfermedades zoonóticas - que pasan al humano a través de una especie silvestre, como hipotéticamente se presume ocurrió en China con el coronavirus en el mercado de animales silvestres-. Muy frecuentemente, además, ocurren brotes de leptospirosis en este tipo de situaciones propias de una frontera biológica con asentamientos humanos precarios, como en efecto se encuentra buena parte del Valle de Sula. “Esto es especialmente peligroso cuando la población y los centros de albergue están desatendidos y no son intervenidos oportunamente”, enfatiza la epidemióloga Sauceda.

“Estuve en el albergue de ‘Las Casitas’ en San Pedro Sula, cerca del estadio Olímpico. He visto una gran cantidad de contagios; hasta niños que han presentado síntomas. Algunos han ingresado por neumonía cuando los niños han sido mayoritariamente asintomáticos. 20% de la población de este albergue, que es uno de los mejores equipados, han dado positivo, y una mayoría de los albergados ha presentado síntomas”, declaró a este medio Nashxielly Guevara, médico que trabaja en las brigadas sanitarias del gobierno. De acuerdo con esta doctora de primera línea, “estamos esperando una bomba de Covid-19 a partir de mediados de diciembre”.

La difícil situación económica que enfrentan las personas afectadas agrava la crisis humanitaria. Para Mauricio Sierra, nefrólogo del Seguro Social de San Pedro Sula que hace solo unos meses veía con frustración cómo sus pacientes morían con extrema facilidad a causa de la pandemia y la escasez de recursos, ha presenciado en calidad de voluntario la situación que se gesta en los albergues. “Cuando vos llegás a dar comida la gente se amontona, la mayoría sin mascarilla, o está húmeda del sudor o la lluvia, lo que resta su efectividad. Es la supervivencia del más fuerte. La gente débil, incluidos los ancianos, se quedan a veces sin comer. No tienen dinero porque lo perdieron todo con las inundaciones”, comenta Sierra, que como especialista en problemas renales teme un contagio significativo de pacientes crónicos que puedan llegar a su hospital descompensados.

Con muchos centros de salud regionales y de atención exclusiva para pacientes de Covid-19 destruidos en el área noroccidental de Honduras, como el de La Lima, los ojos apuntan al hospital regional más importante, el Catarino Rivas, y el centro habilitado para paciente de covid-19 más grande de la Costa Norte, el Leonardo Martínez, ambos de San Pedro Sula. Sin embargo, para una doctora internista que trabaja en uno de ellos, pero que pidió que se omitiera su nombre por miedo a represalias, la deriva de pacientes graves hacia estos centros ha sido una práctica habitual durante la pandemia a causa de lo mal equipados que se encuentran esos centros para atender pacientes con complicaciones. “Honduras nunca ha tenido un buen sistema de salud. Siempre ha habido déficit, tanto para el tratamiento de enfermedades crónicas como agudas. Ahora con ese equipo móvil que compró el gobierno no creas que hay todo, porque no lo hay. Siempre han venido a dar a San Pedro Sula los pacientes que están descompensados porque los centros regionales y de atención al Covid-19 están mal abastecidos. Solo sirven para captar el paciente y diferirlo hacia nosotros”, compartió la doctora bajo anonimato.

Teme, por el otro lado, un rebalse de pacientes crónicos descompensados con el que no puedan dar abasto en las salas provisionales dispuestas para atenderlos. “Desde que empezaron los huracanes, y considerando que el período de incubación tarda 15 días, se ha esperado que ahora empiece a subir todo. Estamos a medio camino de los pacientes internados que teníamos cuando empezó a llover a los que tuvimos en el pico de la pandemia, en el mes de julio. Han aumentado también los casos de leptospirosis e infecciones de piel en los miembros inferiores. Como hay tanta población en condiciones de hacinamiento, todas esas enfermedades son factores de riesgo que se suman al Covid-19. Además, como muchos pacientes quedaron sin medicamento, aquellos que tienen morbilidades asociadas están llegando descompensados”, explica esta internista que no augura una buena navidad para sus pacientes o su país.

La sociedad hondureña es un paciente descompensado

La vista del río Ulúa se desbordó debido a las fuertes lluvias provocadas por el huracán Eta
La vista del río Ulúa se desbordó debido a las fuertes lluvias provocadas por el huracán Eta, en la colonia La democracia en El Progreso, departamento de Yoro. Foto AFP

Así, las inundaciones de los huracanes de noviembre y el covid-19 hacen mella de un huésped, como la sociedad hondureña, con sus defensas previamente comprometidas por la industria de la corrupción, lo que ha costado al país, por ejemplo, la exclusión nuevamente hace una semana de los Fondos del Milenio que destina Estados Unidos a países en desarrollo.

No solo la corrupción es el problema, sino la ineptitud, letargo y displicencia que los tomadores de decisión pública desarrollan dentro de ella, en una cultura acostumbrada a no ofrecer resultados a la altura de los desafíos que enfrenta.

En 2020, tras décadas de crecimiento acrítico, con poco espíritu cívico y previsor, resulta inevitable preguntarse porqué la clase dirigente hondureña no ha sido capaz de tratar a su propia sociedad y territorio como a un hogar, sino más bien con mucho menos espíritu cívico que un foráneo enclave bananero.

Sin un sentido crítico de cómo se ha construido la Honduras de los últimos 50 años, es imposible entender cómo hoy es una de las naciones más vulnerables al cambio climático y porqué la mayor exportación de su economía son los migrantes.

Desde Inglaterra Sir Salvador Moncada, un médico hondureño que en el extranjero ha llegado a ser el investigador biomédico de habla hispana más relevante de las últimas décadas, y a quien en Honduras en tiempos de la guerra fría se le cerraron las puertas por sus ideales progresistas, ha intentado en este catastrófico noviembre contribuir al debate público hondureño con elementos para la reconstrucción de un sistema sanitario que nunca terminó de andar. A pesar de sus infructuosos esfuerzos en el pasado por apoyar a la institucionalidad local con una conexión a la vanguardia biomédica y la asistencia hospitalaria del panorama internacional en el que se desenvuelve, Moncada lanzó en los últimos días la siguiente reflexión a través del Instituto Honduras Global:

“Hay que ver las cosas dentro del contexto de la difícil situación en la que estamos, en medio de una pandemia, con un virus que nos ha golpeado muchísimo y ha puesto en evidencia la mala infraestructura que tiene el país y la falta de una salud pública, causando muchas muertes y sufrimiento. Estamos en una crisis económica que ya era profunda antes de la pandemia y estos dos huracanes. Son muchos años de mala gobernanza, irresponsabilidad y falta de planificación. En 1975 cuando el Huracán Fifí golpeó la Costa Norte fui testigo de la devastación que causó. 50 años después, las fotos que estoy viendo demuestran que muy poco ha cambiado”.

Para Moncada, una autoridad de la investigación biomédica a nivel mundial que conoce a la perfección la situación centroamericana, una razón principal para poner el acento en los asuntos públicos de su remoto país es que ahora la ya frágil sociedad hondureña tendrá que hacer frente a las inclemencias del cambio climático y los riesgos sanitarios que desde un punto de vista biomédico éste puede desencadenar en su alterado trópico voraz.

“Esto no va a ser la única pandemia que tendremos, sino que tendremos que prepararnos para más en el futuro, algo directamente relacionado con la destrucción de ecosistemas y deforestación que pone en contacto directo a las personas con animales con patógenos que pueden saltar de especie. Van a golpear a la población, por lo que habría que pensar seriamente en prepararse para eso. Los países nuestros tienen una posición privilegiada con respecto a la posibilidad de desarrollar ciencia alrededor de las nuevas tecnologías, por ejemplo, relacionadas al cambio climático. Una plataforma de investigación para nuestras propias condiciones ambientales ahora que se intensificará el cambio climático. La situación es muy grave porque lo que se calcula es que estos fenómenos naturales van a aumentar”.

Para hacerlo, sin embargo, sería necesario que las mal escritas páginas de la era de la corrupción que ha imperado durante la expansión demográfica de la Honduras moderna lleguen a un final, disipando el oscurantismo que ha llevado a esta sociedad a mantenerse ajena al progreso de los tiempos, y a ser algo así como una Yemen de la América Central.

La corrupción sistemática, pues, se nutre de lacerar lo existente, de lo que llega solo, como el dinero de las remesas o de la comunidad internacional, y no de las ideas y los esfuerzos que permiten mejorar la realidad. “Vivimos en un país completamente aislado de la realidad internacional. Tenemos muy poco contacto y muy poca vivencia de lo que está pasando afuera. Eso nos mantiene en una situación en la que no podemos ni siquiera algunas veces imaginarnos soluciones que puedan ser importantes para los problemas del país”, reflexiona Sir Salvador Moncada.

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