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Opinión: Hablar español siendo gringo era inusual en los años setenta. Me ayudó a contar las historias de Tijuana.

Un hombre se toma un selfie en un barco de pesca con gente de pie en el fondo.
El exfotoperiodista del Union-Tribune, John Gibbins.

Tuve la suerte de poder compartir con nuestros lectores el festín visual que es la región fronteriza.

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Gibbins fue fotógrafo del San Diego Union-Tribune. Está jubilado y divide su tiempo entre San Diego y Bahía de Los Ángeles, en Baja California.

Atravesar el antiguo Mercado Hidalgo en el centro de Tijuana cuando era un niño sobre los hombros de mi padre a principios de la década de 1960 era siempre un placer en nuestros viajes desde San Diego para comprar mandado en el bullicioso y ajetreado mercado. Mis primeros recuerdos de Tijuana son desde lo alto de sus hombros, paseando entre piñatas de colores y encontrándome de frente con cabezas de cerdo enteras que colgaban de ganchos en la carnicería, esperando a ser transformadas en un sabroso pozole para la cena o comidas que popularmente son buscadas para curar la resaca.

Tijuana y Baja California siempre me han parecido mi hogar.

Hablar español siendo gringo a finales de los años setenta, era una especie de novedad y eso me ayudó a conectar con mis colegas tijuanenses en los periódicos de allí a partir de mi primer trabajo periodístico de tiempo completo como fotógrafo en el ya desaparecido North Shores Sentinel de San Diego.

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Como fotoperiodista de planta en The San Diego Union y el San Diego Evening Tribune, ahora The San Diego Union-Tribune, donde trabajé desde 1979 hasta que me jubilé en la primavera de 2020, tuve la suerte de poder compartir con nuestros lectores el festín visual que es la región fronteriza y, más tarde, con nuestros telespectadores y oyentes, a medida que la tecnología avanzaba y nuestras herramientas para contar historias se multiplicaban.

En 1994, me asignaron a trabajar desde nuestra oficina en Tijuana de tiempo completo en lugar de bajar solo cuando había encargos. Me propuse encontrar historias que ilustraran las cosas que teníamos en común, pero quizás de forma diferente, así como lo que nos hacía diferentes. Algunas de las historias que compartimos tenían que ver con la banda municipal de Tijuana y sus viajes en autobús a colonias remotas, los matrimonios en masa el día de San Valentín, las viviendas hechas con puertas de garaje recicladas y los talleres donde se hacían las famosas pinturas de Elvis sobre terciopelo y los Piolines de yeso.

También hubo trabajos más profundos, como el seguimiento de una academia de policía de Tijuana desde el día en que los aspirantes se presentaron en su primer día de formación policial hasta que se graduaron y salieron a la calle para intentar vigilar la ciudad sin corromperse por ella.

Y cubríamos también las noticias diarias. Cuando fallas crónicas en las infraestructuras de la región permitieron que vecindarios enteros se deslizaran por las laderas con las lluvias estacionales. Niños que se envenenaron con plomo porque una fundidora ilegal de baterías de auto viejas funcionaba al lado de sus casas. La montaña rusa de la política también fue una fuente diaria de trabajo para nosotros.

Al trabajar en estos reportajes fue cuando tuve más interacción con nuestros colegas de Tijuana. Las amistades forjadas a lo largo de los años eran lo más importante para poder trabajar allí. Compartíamos información sobre lo que estaba ocurriendo, dónde y cuándo. Viajábamos juntos a zonas remotas o peligrosas de la ciudad por seguridad y camaradería. Recibía de ellos mucha más ayuda de la que yo podía darles, pero no importaba. Los periodistas de Tijuana forman una comunidad muy unida.

Hubo momentos en los que nos pusieron en guardia. Una vez, durante una evaluación de seguridad de nuestra oficina en Tijuana, se encontró un dispositivo de escucha instalado en uno de los teléfonos, el que el reportero Greg Gross utilizó cuando trabajó en reportajes sobre tráfico de drogas, corrupción gubernamental y otros temas que cubríamos. Después de eso, la compañía instaló un amplio sistema de alarma y vigilancia e hizo que yo, y las reporteras Sandra Dibble y Anna Cearley recibiéramos formación sobre conciencia situacional y técnicas de conducción evasiva en un programa impartido por el Departamento del Sheriff del condado de San Bernardino. El sistema de arranque a distancia que instalaron en mi auto de la compañía por razones de seguridad fue genial durante el clima frío para arrancar el auto y calentarlo antes de entrar.

Como prensa extranjera, estábamos allí para trabajar nuestras historias, pero siempre fueron los periodistas mexicanos los que hicieron el trabajo pesado. Eran ellos los que vivían allí e informaban sin miedo sobre el tipo de historias que podían causarles problemas, o peor, sus vidas. México es ahora el país más mortífero del mundo para los periodistas fuera de las zonas de guerra activas. No es una idea abstracta para los que hemos trabajado allí. Tres periodistas mexicanos, amigos míos, fueron asesinados en Tijuana durante los años que trabajé allí, y no son todos los que han muerto allí, solo son los que conocí de cerca. La valentía de estos hombres y mujeres, que ahora se pone de manifiesto después de que dos de los suyos fueran asesinados a principios de este año, es aleccionadora.

Mis días de cruzar la frontera para ir a trabajar terminaron, pero mis días de cruzar la frontera están lejos de terminar. Nuestra cercanía a un país no tan extranjero es uno de los verdaderos beneficios de vivir en San Diego. Las amistades hechas allí nunca morirán y los recuerdos de mis tres amigos que ya no están con nosotros arden con fuerza.

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