Un Sueño Desplazado: Parte 3

Cómo la lucha de un padre de L.A. contra la deportación sacudió a un vecindario y puso a prueba a su familia

By Andrea Castillo

El aire acondicionado lanza aire frío incluso durante las heladas noches de invierno en el desierto. Para dormirse debajo de su delgada cobija, Rómulo Avelica González, que entonces tenía 48 años, llevaba dos pares de calcetines, se envolvió los pies en toallas y trató de irse con su mente a un lugar más cálido.

En la confusión entre la conciencia y el sueño, se encontró en su casa en Lincoln Heights, caminando por la sala de estar y la cocina, en el dormitorio de sus tres hijas más jóvenes, su respiración subía y bajaba, profundamente dormido.

Se despertó en una litera tras las rejas.

Después de 25 años en California, Avelica se encontraba atrapado en un centro de detención para inmigrantes, preguntándose cuándo se reuniría con su familia.

Hasta esa mañana del año pasado, él era parte del ejército, en gran parte anónimo, de trabajadores inmigrantes que son la columna vertebral de la economía del sur de California: cocinar por un salario casi mínimo para mantener la modesta vida de su familia. Luego, su arresto lo convirtió en noticia nacional, objeto de protestas, vigilias, oraciones e innumerables artículos.

Los acontecimientos de los siguientes meses pondrían a prueba a toda su familia y propagaría el miedo en uno de los vecindarios más antiguos de L.A., convirtiéndose en un caso abierto y muy publicitado de la política migratoria del presidente Trump. Muchos en Lincoln Heights querían saber qué pasaría con Rómulo Avelica González.

Yuleni Avelica, la hija de 12 años de Rómulo Avelica González, y estudiantes de la escuela autónoma Academia Avance se reúnen afuera de la Corte Superior de Los Ángeles para apoyar a Rómulo. (Irfan Khan / Los Angeles Times)

En el fondo de su mente, sabía que las autoridades federales lo perseguían.

Siete años después de cruzar ilegalmente la frontera por Tijuana, Avelica fue arrestado por conducir con una calcomanía robada del registro de un vehículo que le había comprado a un amigo, un delito común entre inmigrantes sin estatus legal, que en ese momento no podían conducir. Y en 2008, fue declarado culpable de conducir ebrio, iniciando así los procedimientos de deportación.

En 2016, su familia oyó un golpe en la puerta. Se asomaron a una ventana y vieron a ocho agentes de inmigración que le decían a Avelica que saliera. Él se rehusó porque no tenían una orden.

“Te atraparemos algún día”, recuerda que le dijo un agente.

La familia se quedó en el departamento de su hermana durante los siguientes dos meses por temor a que los agentes regresaran.

Después de un año, Avelica comenzó a relajarse de nuevo.

Su familia era su vida. Entrenaba a sus hijas en fútbol y montaba su bicicleta junto a ellas mientras se preparaban para la Maratón de Los Ángeles. Revisaba minuciosamente las tareas y trabajos escolares de sus hijas, recompensado las buenas calificaciones con cenas de mariscos en El Rincón de Guayabitos.

Avelica con sus hijas Jocelyn, Fátima y Yuleni.

El 28 de febrero de 2017, después de su turno de trabajo preparando comida y lavando platos en un restaurante mexicano, se despertó a las 6:30 a.m. para llevar a sus hijas a la escuela. Él y su esposa, Norma, acababan de dejar a su hija menor, Yuleni, entonces de 12 años, y se dirigían a la escuela con Fátima, de 13 años, cuando vio que unas luces parpadeaban detrás de él.

Sintió un hormigueo de miedo y se preguntó por qué estaba siendo detenido.

Un sedán negro sin identificación se detuvo delante de él, mientras que otro se colocó detrás, obligándolo a detenerse.

Un agente que llevaba una chamarra con la palabra “POLICÍA” escrita en ella le dijo que era de la Agencia de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) de EE. UU.

El agente le dijo a Avelica que tenía una orden final de deportación. Avelica dijo que al salir, el agente lo empujó contra el auto y lo esposó.

Se volvió hacia su familia y les pidió: “¡Graben esto!” Después de todos los videos que mostraban tiroteos policiales, quería una prueba del momento en que estaba siendo arrestado.

Fátima filmó con su teléfono mientras se derrumbaba emocionalmente, temiendo que nunca volvería a ver a su Apá. Sus sollozos apenas reprimidos subrayaron el implacable video.

“No llores”, le dijo Norma. “Tenemos que ser fuertes”.

Cuando Avelica se sentó en el automóvil de los agentes, su sombría realidad a largo plazo se hizo presente. Le dijeron que estaría en un autobús rumbo a Tijuana esa misma tarde.

En cambio, su familia se movilizó. A solo 15 minutos antes de que su autobús despegara hacia México, un abogado solicitó una suspensión de su deportación. Las autoridades lo desviaron al Centro de Detención de Adelanto, cerca de Victorville.

Aunque cientos de personas son arrestadas por las autoridades de inmigración cada año en Los Ángeles, la detención de Avelica era diferente por algo clave: su hija lo había grabado todo.

Una semana después, docenas de personas con letreros de “Libertad para Rómulo” protestaron frente al tribunal de inmigración en el centro de la ciudad. Sus hijas hicieron entrevistas con los medios de todo el país. Los funcionarios locales, incluido el alcalde de Los Ángeles, Eric Garcetti, pidieron la liberación de su padre.


En su primer día en el Centro de Detención de Adelanto, Avelica pensó en su futuro: en su ciudad natal de San Juan de Abajo, en el estado costero de Nayarit, sentado solo, abatido, en un banco rústico frente a la casa de ladrillos vacía de sus difuntos padres.

En el centro de detención, el agua de la ducha estaba hirviendo, pero las celdas estaban heladas, incluso en los días más calurosos de verano. Avelica se despertaba todos los días en agonía, con las articulaciones hinchadas y rígidas. Recorría la celda de 13 pies de largo y hacia flexiones contra un fregadero.

Compartió la celda con otros tres hombres. Se hizo amigo de uno de ellos, un solicitante de asilo haitiano llamado Félix.

Félix no tenía dinero para comprar comida o llamar a su familia, por lo que hizo baratijas para vender a otros detenidos. Utilizando trozos de papel, bolsas de plástico y etiquetas de sopa instantánea, creó llaveros en forma de sandalias de huarache, botas y corazones.

Le enseñó a su compañero de celda a hacerlo, y el trabajo manual y escribir en un diario ayudaron a Avelica a superar los largos días.

“Aquí en el centro, hay muchas personas de diferentes países del mundo”, escribió Avelica. “Muchos no tienen dinero ni siquiera para hacer una llamada telefónica. Pasan mucho tiempo sin que sus familiares les escuchen, si les está yendo bien o mal, si están comiendo o no”.

El 13 de mayo, aún en su celda, anotó en su diario que estaba cumpliendo 49 años. Escribió que estaba feliz de que su familia estuviera sana, que podía hablar con ellos por teléfono varias veces al día y verlos cada dos semanas.

Pero ese día, agregó, su compañero de celda Félix, supo que su esposa había sido asesinada en Haití.

“Imaginé la desesperación del joven, de volverse loco”, escribió. “Dios lo ayude a vencer esto”.


En su casa, Norma, quien también ingresó al país ilegalmente, luchó por mantener oculto el estrés.

Rara vez salía de la casa. Cuando se aventuraba a comprar víveres o pagar facturas, con frecuencia miraba por encima del hombro para estar segura de que nadie la seguía.

Cuando Fátima y Yuleni le dijeron que estaban demasiado deprimidas como para participar en el Maratón de Los Ángeles, Norma sintió que se le rompía el corazón. No quería cargar a su marido con eso, pero sabía que él podría hacerla cambiar de opinión.

“Mi vida podía estar en suspenso”, les dijo por teléfono, “pero no quiero que la suya también”.

Ambas completaron el maratón. Desde el centro de detención, Avelica lo vio en las noticias de televisión.

Fátima Avelica, a la izquierda, con su hermana Yuleni, su madre Norma y su tía Martina Avelica en el Tribunal Superior de Los Ángeles para apoyar a su padre, Rómulo Avelica González. (Irfan Khan / Los Angeles Times)

Los líderes escolares se movilizaron en torno a la familia. Los administradores realizaron una asamblea para ayudar a los estudiantes a procesar lo que sucedió. Los maestros alentaron a otros estudiantes cuyos padres estaban en EE. UU. ilegalmente, a establecer planes de contingencia. Organizaron sesiones de “conozca sus derechos”.

La familia pagó el alquiler utilizando alrededor de $ 4,000 qjue recibieron de una recaudación de fondos de la comunidad. Otros $ 20,000 de una recaudación de fondos en línea se destinaron a costos legales.

Fatima y Yuleni visitaron el Capitolio un mes después del arresto de su padre para pedir al Senado que luchara contra la política de inmigración de Trump.

Junto con sus hermanas mayores, Brenda, de 25 años, y Jocelyn, de 20, hicieron cientos de entrevistas: Univision, National Public Radio, National Geographic, Teen Vogue.

A medida que pasaron los meses, Brenda comenzó a hablar sobre su padre en tiempo pasado.

“Sé que está vivo”, explicó. “Pero él no está aquí. Se siente muy lejos”.


La última vez que Avelica estuvo en México, tenía 23 años y vivía en su ciudad natal, San Juan de Abajo. Trabajó como contable de hotel, ganando lo suficiente para mantenerse él y a su esposa.

Un pariente que visitaba el pueblo desde Lincoln Heights le dijo a Avelica que, en Estados Unidos, podría ganar en una semana lo que ganaba en un mes en México. El hombre, residente legal de EE. UU., planeaba regresar al día siguiente y se ofreció a llevar a Avelica a la frontera.

Partieron a las 4 a.m., dejando atrás a Norma y condujeron a Tijuana. Avelica envió por Norma tres meses más tarde, después de que encontró un trabajo y un lugar para vivir en Los Ángeles. Ella cruzó por el mismo camino, con la ayuda de un ‘pollero’.

Encontraron un bungalow de dos dormitorios cerca de Lincoln High School y formaron una familia. Decoraron la casa con fotos, de sí mismos cuando eran jóvenes, cuando el bigote de Avelica era de color negro azabache, luego fotos de bebés, y luego fotos profesionales de las quinceañeras de sus hijas mayores.

Vendedores ambulantes ofrecen tacos cerca de la Iglesia de San Juan Bautista en San Juan de Abajo, Nayarit. (Gary Coronado / Los Angeles Times)

Avelica necesitaba un automóvil para ir a trabajar en el mercado de abastos del centro de L.A. antes del amanecer. Pero no podía conducir sin las calcomanias de registro del auto, por lo que compró una calcomanía robada por $ 10. Un mes después, un oficial de policía lo detuvo por no ceder el paso a un peatón. Admitió que las etiquetas no eran suyas, pasó tres días en la cárcel y pagó una multa.

En 2008, fue detenido mientras dejaba un bar. Sus dos resultados de nivel de alcohol en la sangre estaban justo por encima del límite legal, de 0.08% y 0.09%, de acuerdo con el informe de arresto.

Esa segunda condena lo llevó a un proceso de deportación. Solicitó la cancelación de la deportación, pero un juez de inmigración la denegó en 2013.

El año siguiente, Avelica presentó la documentación para una apelación con alguien que afirmaba que era abogado de inmigración. Avelica dijo que el hombre huyó con su dinero y sus documentos legales.


En Adelanto, Avelica escribió el 5 de julio que los detenidos habían comenzado una huelga de hambre para mejorar la atención médica.

Una entrada en el diario del 11 de julio detallaba un evento más sombrío: “Otra persona se ahorcó”, escribió. “Asilo perdido”. Fue uno de los cinco intentos de suicidio en las instalaciones en el transcurso de ocho meses.

Cuando la primavera se convirtió en verano, hubo signos de esperanza.

En su graduación de octavo grado en junio, Fátima recibió un premio del concejal Gil Cedillo por dar voz a los hijos de inmigrantes.

Su graduación fue una profunda fuente de orgullo para Avelica. Se acostó en su litera y lloró por no estar allí.

Pero ese mismo mes, los abogados de Avelica impugnaron sus condenas por delitos menores, argumentando que no se le había informado adecuadamente sobre las consecuencias migratorias. En cambio, se declaró culpable de una infracción de registro y una de exceso de velocidad, violaciones al código del Departamento de Motores y Vehículos que normalmente no convertirían a alguien en una prioridad para la deportación.

A principios de agosto, un tribunal de apelaciones de inmigración rechazó su orden de deportación y devolvió el caso al tribunal inferior. Debido a los retrasos masivos, podrían pasar años antes de que un juez tome una nueva decisión, lo que le da tiempo a Avelica para buscar otro camino hacia el estatus legal.

Él y Norma presentaron solicitudes de visas U, que están disponibles para las personas víctimas del delito y sus familiares más cercanos, sobre la base de un delito del que Norma fue víctima en diciembre de 2016. Los titulares de la visa U pueden eventualmente solicitar la ciudadanía de EE. UU.

El abogado de Avelica, Alan Diamante, dijo que el sospechoso del crimen, un extraño, fue acusado de agresión sexual y detención ilegal. Norma se negó a hablar sobre el caso.

Diamante solicitó al tribunal de inmigración que congelara el caso de Avelica mientras la solicitud de la visa U está pendiente. Mientras tanto, Avelica y Norma solicitaron permisos de trabajo.

Agosto también marcó los seis meses de detención de Avelica, después de lo cual tuvo derecho a una audiencia de fianza automática. Salió del centro de detención el 30 de agosto frente a una ráfaga de cámaras, con la misma ropa de trabajo manchada de salsa que vestía cuando entró.

La primera parada de la familia fue una iglesia católica cerca de su casa para que Avelica pudiera agradecer a San Judas, el Apóstol, el santo patrón de casos desesperados y causas perdidas.

Su segunda parada fue en el restaurante Lincoln Heights donde había trabajado. No perdió tiempo en cumplir los pedidos de tacos de clientes que se encontraban en fila e intercambiar palmadas en la espalda con sus compañeros de trabajo. Su jefe dijo que el trabajo todavía era suyo si lo deseaba.

Rómulo Avelica González abraza a su sobrina Diana Vargas mientras ora en un altar dedicado a San Judas el Apóstol en la iglesia Misión de San Conrado. (Allen J. Schaben / Los Angeles Times)
Rómulo Avelica González, de 49 años, lava los platos en el restaurante La Naranja en Lincoln Heights. (Gary Coronado / Los Angeles Times)

Su vida no volvió exactamente a la normalidad. Llevó un monitor de tobillo durante tres meses después de su liberación y luego permaneció en arresto domiciliario durante varias horas todas las semanas hasta enero.

Durante meses, habló casi semanalmente en eventos pro inmigrantes, abogó por la ley del “estado santuario” de California, el fin de la colaboración entre el Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles y las autoridades federales de inmigración, y el fin de la detención de inmigrantes. La gente lo detenía para preguntarle que se siente ser famoso.

Estar en casa sin el temor inminente de la deportación significaba que podría volver a llevar a sus hijas a la escuela y ayudarlas a entrenar para el fútbol y pasar juntos los fines de semana.

En octubre, en su primer día de trabajo en ocho meses, Avelica estaba trabajando solo en la parte trasera del pequeño restaurante familiar. Tenía limones, lechuga picada, tomates y pechugas de pollo en rodajas antes de empaparlos con una salsa teriyaki casera.

Los compañeros de trabajo le preguntaron cómo era la detención. “No lo desearía a nadie”, les dijo.”Esta es la vida, a pesar de que es trabajo”.

Producción por Andrea Roberson